Ahora que está tan de moda la manida lucha contra la despoblación, debo decir que la última estancia en mi localidad de origen, Alcadozo, con motivo de sus fiestas patronales en honor a San Isidro, me hizo sentir lo agradable que es volver al pueblo. Fueron cuatro días intensos, no sólo por las fiestas, sino por ver que no era el único que tenía la sensación de disfrutar con ese regreso. Los vecinos de siempre están ahí, con la ausencia de quienes, principalmente por la edad, ya nos dejaron y sólo quedan sus recuerdos, y con el añadido de los 13 alumbramientos que hubo el año pasado, que para un municipio de unos 600 habitantes no está mal.
Los añadidos, entre los que me cuento, hicimos un hueco en nuestras agendas para disfrutar de las fiestas. En algunos casos eran muchos años los que pasaron desde la última visita y, como el tiempo no perdona, casi nos costaba reconocernos, porque el pelo y las arrugas son como el algodón, que no engaña, aunque a la hora de hablar y recordar batallitas de juventud parecía que no había pasado tanto tiempo.
Los que sí pasaron rápidos fueron los días de fiesta y de alcadoceños que regresamos a casa. En verano, ya no será tan masiva la afluencia y en otoño e invierno las calles llenas de coches y de vida durante las fiestas, darán paso a la frialdad exterior que se vive en un pequeño municipio que, como otros tantos de la zona y de otras provincias, se quiere agarrar a sus raíces para no secarse. Por eso, el riego contra la despoblación no sólo debe llegar vía administraciones, sino también por parte de todos los que tenemos allí algo de historia.