He aprovechado las ofertas del Black Friday para comprarme un móvil nuevo. Otra cuestión es si realmente lo necesitaba. Trato de convencerme de que sí. El antiguo se había vuelto lentorro y se mostraba díscolo ante los dictados de mis dedos. Además, se había quedado sin memoria, como un anciano afectado de algún trastorno neurológico, y no había manera de solucionar esto ni aligerándolo de fotos y apps inútiles. Al final he decidido dar el paso y comprarme un terminal último modelo. El dispositivo todavía no me ha llegado en el momento de escribir esta columna, pero no me cabe duda de que será tan veloz que cumplirá mis deseos antes incluso de que los formule, y además vendrá equipado con una pantalla que mostrará el mundo mucho más nítido y colorido de lo que realmente es. En cuanto a la cámara, no puedo imaginar siquiera la cantidad de píxeles que se gastará, tantos que seguramente no voy a encontrar motivos que retratar a la altura de semejante derroche de píxeles. Pero hay otra cosa de la que no me cabe duda: al cabo de unos años (cinco o seis, en el mejor de los casos), este móvil habrá seguido el camino del antiguo. Se habrá vuelto gruñón e indisciplinado, o bien habrá caído fulminado por uno de esos microcataclismos que se atribuyen a la obsolescencia programada, y que ni el técnico más cualificado es capaz de contrarrestar. Los móviles cada vez me recuerdan más a aquel reloj del cuento de Cortázar, del que el maestro argentino decía que, más que poseerlo, te posee él a ti. Al comprar un nuevo aparato, no solamente adquirimos una serie de tediosas responsabilidades, como la de protegerlo y alimentarlo a diario. Además, seamos conscientes de ello o no, la compra que acabamos de hacer equivale a comenzar una nueva relación, con la seguridad de que al principio todo va a ir bien, pero antes o después las cosas van a torcerse de forma inevitable.