Y un buen día abres la puerta de su cuarto y te chocas frontalmente con la realidad vaciada. Y te quedas parada, inmóvil, conteniendo la respiración, esforzando la memoria para que tu mente dibuje las escenas que antes pasaban casi desapercibidas, porque las personas tenemos esta tonta costumbre de pensar que todo es para siempre. Y ya no.
Ya no hay mochilas tiradas en la entrada de casa, ropa desordenada en los armarios, ni música sonando excesivamente alta. Ya no hay disputas por el mando de la tele ni reproches acerca de quién se ha saltado el turno de sacar la basura o pasear al perro. Ya no hay broncas separadas por la puerta del baño acerca de la relatividad del tiempo transcurrido desde que fue cerrada.
Ya no hay carreras justo después de comer para llegar a las extraescolares, porque ya no hay extraescolares. Ya no hay material escolar que comprar ni negociaciones acerca de si el estuche aguanta otro curso o es carne de vertedero. Ya no hay galletas de dinosaurios en la despensa ni natillas de chocolate que enfriar.
Delante de ti una cama pulcramente vestida te recuerda que se ha hecho mayor sin pedir permiso, sin paños calientes, sin periodo de adaptación, sin que apenas fueras consciente de ello. Que se ha marchado a otra ciudad a seguir creciendo y a construir su propio camino te dicen quienes se afanan por consolarte.
Y te sientes profundamente prescindible, pequeña y una terrible sensación de tristeza se instala en tu corazón de madre abandonada. La del nido vacío le dicen.