Charles Bukowski decía que «los perros tienen pulgas, las personas tenemos problemas». Algo que siempre repito a mis hijos es que siempre van a tener problemas que resolver en sus vidas, y cuando digo siempre, es siempre. De ese modo, cuanto antes entiendan esa regla del juego, más capacidad para gestionarlos van a desarrollar. La clave está en aprender a convivir con esa retahíla de retos diarios con los que tendrán que lidiar mientras buscan el equilibrio de sus emociones.
Otro consejo que como madre me atrevo a darles es que aprendan a relativizar y a etiquetar por tamaños esos problemas. Si hoy has perdido un bolígrafo, incluso tratándose de tu preferido y mañana te rompes un brazo, el disgusto por haber perdido el boli se habrá diluido bajo la sombra de otro inconveniente mayor. Lo triste es cuando sólo disminuyes tus problemas cuando otros de mayor entidad eclipsan tus días. Así somos los humanos, aprendemos a base de golpes y caídas, de bofetadas y tropiezos.
Nunca fueron buenas las comparaciones y en esto de los problemas tampoco funcionan. No me consuela que tu problema sea «mayor» que el mío, básicamente porque el tuyo es tuyo y el mío es mío.
Un truco que roza la infalibilidad a la hora de desinflar un problema consiste en verbalizarlo, sacarlo de nuestras entrañas, vomitarlo, contarlo y así aligerar el peso de la mochila que todos cargamos con estos monstruitos.
La lectura positiva es, como la de cualquier batalla librada, el aprendizaje, aunque nos cueste una cicatriz.