Suenan tambores de guerra cerca y fuerte. No hay cosa peor. Bien lo sabemos en este país que es uno de los pocos civilizados del planeta que, no hace tanto, ha sufrido un conflicto bélico dentro de sus propias fronteras domésticas y, para más inri, provocado por nosotros mismos. Mientras los más agoreros presagian que el mundo estallará en este 2024, otros piensan que la muy temida tercera guerra mundial ya se ha desatado, pero por fases. Primero empezó a las puertas de Europa y, ahora, su segunda entrega se está sufriendo en Oriente Próximo. No debemos olvidar que en estos dos importantes focos hay presencia, directa o más o menos velada, de muchos más países de los que se enfrentan sobre el papel y el terreno, de ahí que su universalización sea una realidad. Otros, lo más optimistas confían en que se trate de dos enfrentamientos puntuales que, poco o nada, tiene que ver entre ellos y en los que lo nuclear se descarta por lo letal que podría resultar. Entre ambas opiniones, surgen voces que nos recuerdan que el feroz e inmisericorde sistema capitalista en el que estamos inmersos necesita de guerras para seguir vivo. Pero en este caso la gran novedad es que parece que no hay nadie al volante. O lo que es peor, que los que pilotan están como cencerros, y sin excepción, y eso no puede ser peor. Ahora, ya que le empezamos a ver las puntas de las orejas al lobo, cabe preguntarnos qué pasaría en España si, de sopetón y ante una amenaza de guerra real, tuviéramos que entrar en batalla. Cómo están de fuertes nuestras fuerzas armadas y el ejército. Cuántos españolitos de a pie estarían dispuestos a dejarlo todo para coger un fusil e ir a defender su paz. Y cuántos de estos serían jóvenes. Recordemos que en todas las guerras grandes o pequeñas han sido históricamente ellos los que han sufrido la responsabilidad y el peso de tener que ir al frente a dejarse la vida por unos valores e ideales de los que, ahora, adolecen. No sé con qué argumentos se les puede exigir que vayan a combatir por salvaguardar una estructura política, económica y social que nunca se acuerda de ellos, salvo cuando hay que ir a las urnas. Sería bueno saber, a ciencia cierta, cuántos de ellos estarían dispuestos a ir al frente a luchar por algo en lo que no creen, ni sienten, porque, entre otras cosas, nadie se ha preocupado de inculcárselo en su cabeza y corazón. Llegados a este punto nos queda apretar los dientes y esperar que cada nuevo día amanezca saludando a un futuro que necesariamente tiene que ser.