Recuerdo que hace años formulé a uno de mis sobrinos la típica pregunta simplona acerca de lo que quería ser de mayor (otro día hablaremos de ese grupito de preguntas tontas y huecas) y su respuesta no pudo ser más ocurrente. Me contó que de mayor, entonces tendría cinco o seis años, quería ser corredor de San Fermín. Lo felicité por la elección advirtiéndole, eso sí, de que tendría que ser el mejor porque de lo bien que desempeñara ese oficio dependería su economía el resto del año, ya que sólo trabajaría siete días.
Desde ese momento siempre he pensado que esa sería la profesión más singular, hasta que hace unos días me topé en redes con un artículo que hablaba de los despertadores humanos que se encargaban de avisar a los trabajadores ingleses de que era el momento de salir de la cama y arrancar la jornada laboral.
Lo más curioso es que desempeñaban su función lanzando guisantes secos a través de una especie de pajita que colocaban en los labios, (todos sabéis de lo que hablo porque todos, absolutamente todos, hemos destripado un boli bic y escupido bolitas de papel bañadas en saliva a través de él). Ya existían los despertadores/máquinas, pero por lo visto, no eran de fiar y resultaban más caros.
Mary Anne Smith Moore fue la más famosa despertadora. Cumplía rigurosamente su labor y no abandonaba la puerta del domicilio de su cliente hasta que no se aseguraba de que ya estaba operativo y listo para abordar la jornada laboral. Ella se levantaba a las tres de la mañana, pero, ¿quién despertaba a la despertadora?