El lenguaje es a veces caprichoso y equívoco: hablamos de «cortarnos el pelo», convirtiendo en reflexivo un enunciado que no lo es, pues siempre es otro el que nos lo corta, salvo que sea uno mismo, como es mi caso, el que se aventure en la tarea. Que así ocurre en cada inicio de vacaciones cuando se ha acumulado una melena contraindicada para los calores. Forma parte de mi ascetismo, por no llamarlo misantropía, evitar toda asistencia externa en labores que uno puede emprender por su cuenta. Quiero decir que jamás me atrevería a operarme yo solo de apendicitis, pero un corte de pelo sólo requiere tijeras y voluntad de destajo. Es verdad que cada vez hay menos que cortar y que el resultado de la poda no siempre es satisfactorio: nos consuela saber que el tiempo, que todo lo iguala, también iguala los trasquilones. Los años no han perfeccionado nuestra técnica y la evidencia del espejo revela que ni en un quehacer tan sencillo podríamos salir diplomados. Estamos peor que antes. Cumplido el trasquilado me pregunto qué habrá de verdad en la historia bíblica de Sanson y Dalila. ¿A qué debo atribuir mi cansancio presente? La lógica diría que son los agobios del calor, o el arribo a una edad hostil -no queremos elucubrar sobre posibles enfermedades-, los que están detrás de esta mengua de fuerzas, pero como uno es muy peliculero prefiere acogerse a la leyenda: el vigor nos ha abandonado a raíz de nuestro corte de pelo, si bien antes de la hecatombe tampoco podíamos presumir de lozanía. Pero valga el autoengaño. El pelo volverá a crecer y con él nuestro ímpetu para cortarlo de nuevo.