El 30 de octubre, más de 200 personas murieron ahogadas en la Comunidad Valenciana. Fue la gota más fría y despiadada que se conoce en la región. Mientras los políticos hacían lo imposible por fotografiarse en el lugar de la tragedia echando las culpas al partido rival, la gente sencilla escuchaba el Evangelio según San Mateo los días de todos los santos y de todos los difuntos. «Dichoso el siervo cuando su señor, al regresar, lo encuentra cumpliendo con su deber». A eso llamo yo «morir con las botas puestas».
Las Bienaventuranzas, carta magna del Nuevo Testamento que se leyó el 1 de noviembre, recuerda cómo deben de calzarse esas botas para merecer la bendición del cielo. Bienaventurados los que trabajan por la paz y la justicia con humildad, mansedumbre, misericordia y limpieza de corazón. Tu dicha será más auténtica si, por hacer el bien, otros te persiguen e insultan hasta hacerte llorar.
La catástrofe de la Comunidad Valenciana evidencia el poder de la naturaleza y la fragilidad de las personas. Es de necios pensar que podemos controlar todos los fenómenos naturales y conseguir en esta vida la paz y felicidad plenas a base de más y mejores medios, tecnologías y políticas. La primera lección de la tragedia nos la recuerda el salmo 90,12: «Enséñanos, Señor, a calcular nuestros días para que adquiramos un corazón sensato». La segunda, la anuncia Jesús en el Evangelio de hoy, domingo. Los más de 600 mandamientos de la ley judía los resume en dos: «Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo». Los sabios y santos son los que cada día se calzan las botas para servir a los demás con humildad y perseverancia.