El premio Nobel de Economía 2024 ha recaído en los profesores estadounidenses D. Acemoglu (natural de Turquía), S. Johnson y J. Robinson por haber sabido destacar la importancia de la calidad institucional en el crecimiento económico y el bienestar social. Una conclusión casi obvia que ellos ilustran con múltiples experiencias históricas y datos bien trabados. Las columnas políticas de la calidad institucional son la democracia y el estado de derecho. En el plano socioeconómico, obliga a respetar la propiedad privada, la libertad de empresa y la libre iniciativa de los grupos sociales (la sociedad civil).
Quienes se toman en serio la mejora de la calidad institucional entran en el círculo virtuoso del progreso económico, el bienestar social, la igualdad y la libertad. Las instituciones independientes y los individuos libres molestan, sin embargo, a los estados que tratan de controlarlo todo desde arriba. Para cumplir sus delirios de grandeza no les queda más remedio que sustituir la democracia por la autocracia, la libertad individual y social por la planificación compulsiva y los impuestos que financian los servicios públicos necesarios por gravámenes confiscatorios que desaniman la creación de riqueza.
Obvio, ¿no? Así lo ha entendido el Banco Mundial que valora periódicamente unos indicadores relacionados con la corrupción, efectividad del gobierno y separación de poderes. Para sorpresa de muchos (no de los laureados) las naciones supuestamente más avanzadas muestran signos de agotamiento. La mejor posición (y la más estable en el tiempo) la ostenta Dinamarca con un índice de 200 puntos, el doble de la Eurozona. El índice de España está en 70 y cayendo. ¿Habremos entrado en el círculo vicioso? Pese a unos resultados tan deprimentes, los nuevos premios Nobel confían que la iniciativa privada será capaz de sortear la losa que la aplasta, como siempre lo ha hecho.