Existen tres llaves que son maestras y, como maestras que son, abren todas las puertas. Estaría bien llevarlas siempre encima porque en nuestro día a día nos encontramos multitud de ellas, de todas las formas, colores, materiales, puertas a fin y al cabo que nos impiden el paso.
La primera llave es el por favor. He detectado, no sé si hacéis vuestra mi opinión, que últimamente, (quizá por el frenético ritmo que nos empuja a vivir con prisas, quizá porque estamos descuidando las normas de educación más básicas), nos olvidamos esa llave en la guantera del coche o en el recibidor de casa. Así, solemos ordenar en vez de pedir e imponer en lugar de solicitar y esa tendencia que sutilmente se está colando en nuestra rutina cotodiana me resulta preocupante.
La segunda llave es la de gracias. Sí, ésta la solemos tener a mano, no entraré a valorar si la verbalizamos de un modo mecanizado, ya que lo importante es que la usemos y, si lo hacemos buscando colisión de miradas, tanto mejor.
La que utilizamos con menos frecuencia, debe ser porque pesa demasiado y resulta incómoda de llevar en el bolsillo, es la llave de disculpa. Es la más ornamental, tallada con todo lujo de detalles. La más bonita, tanto, que puede considerarse pieza de colección. Sólo unos privilegiados pueden manipularla. La gente valiente de espíritu noble y corazón generoso. La que se precia de valores arraigados y un nivel considerable de autoconfianza. Las personas tocadas por la varita de la cordialidad.