Europa y la civilización europea que alumbró el mundo occidental nacieron de la confluencia de la filosofía griega (Sócrates, Platón y Aristóteles), la ética judeo-cristiana (los mandamientos que condenan matar, robar y mentir) y el derecho romano que organiza las relaciones contractuales entre los individuos. En los siglos XVIII y XIX los filósofos ingleses y franceses realizaron importantes aportaciones al Estado democrático de derecho basado en la separación de poderes. En el siglo XX, la ONU recordó que los poderes estaban obligados a respetar los derechos fundamentales del ser humano que arrancan con el derecho a la vida y siguen con la igualdad y libertad.
Las raíces de la Unión Europea beben, precisamente, de estas fuentes. Así lo atestiguan los Padres de Europa reunidos en Roma en 1957. Animados por el deseo de paz, Konrad Adenauer, Robert Schumann y Alcide de Gaspari propusieron una integración económica y cultural que uniera a todos los europeos. El fundamento era la Economía Social de Mercado que enfatiza la importancia de la propiedad e iniciativa privadas en mercados competitivos. El estado podía regularlos y suplirlos, respetando el principio de subsidiariedad. Con otras palabras, debería abstenerse de intervenir cuando los individuos y grupos sociales fueran capaces de organizarse por sí mismos.
La UE ha permitido a Europa disfrutar de la etapa más larga de paz, prosperidad económica y bienestar social. Las elecciones al Parlamento Europeo del próximo 9 del junio nos brinda la oportunidad de refrendar qué tipo de UE queremos. ¿Apuntalar este sistema que tantos frutos positivos ha cosechado o sustituirla por el señuelo de una sociedad estatalizada donde el principio de subsidiariedad suena a anatema? Un estado a quien le molesta la independencia del poder judicial y que ahoga los derechos tradicionales de la persona con los creados cada día por los políticos.