Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Antonio Campos

06/10/2024

Me encontré con él una mañana de marzo, una de esas mañanas en que dejas el coche aparcado en el primer hueco que ves y corres a hacer los mil recados pendientes, abriéndote paso como puedes por ese coqueto centro de Albacete, irreconocible para quien falte de la ciudad un par de años. Estaba sentado plácidamente en un banco frente al Ayuntamiento, con la mirada perdida en la catedral, serio, como el pensador de Rodin. Nada más verme, se le iluminaron los ojos, como quien despierta de súbito de un placentero sueño.
Hay seres que atraen desde el primer contacto, amistad a primera vista, como amores a primera vista. Hubo una época que nos veíamos a diario, en la Redacción de Barcarola, hasta que inició su carrera de actor, o intérprete, como le gusta decir. Hablamos de la familia, de la salud, del tiempo que nos mata, pero algo en él había cambiado: de repente observé que, sin perder un ápice del adolescente un tanto rudo que siempre exhibió, algo nuevo, como una nueva personalidad, se había adueñado de él. Su mirada, sus gestos, sus manos, sus ademanes, eran los de siempre, pero habían adquirido un nuevo espesor, una nueva calidad. El eterno adolescente se había convertido en un actor, ya no sólo dentro del escenario, sino fuera. Y me acordé de aquella frase de Molière: «Se es actor siempre, incluso cuando uno duerme».
Lo había visto en El Lazarillo, en El Buscón, en las Novelas ejemplares, actuando él solo, como los grandes; sabía de sus miedos, como el de los toreros, ese terror que se experimenta cuando se abre el telón, el miedo de hallarse él solo frente al público, el horror a quedarse en blanco, algo así como el que siente el escritor ante la página en blanco. Su carrera había sido dura, ardua, difícil, haciendo kilómetros de allá para acá con la única compañía de Carlos García Navarro, que siempre creyó en él. 
Poco a poco fue superando el pavor escénico y, con la ayuda de Lluís Elias, su 'padre teatral', fue aprendiendo a marchas forzadas los arcanos del dificilísimo arte del actor, ese mismo que aprendiera Molière durante su largo peregrinaje por el sur de Francia, tras su primer fracaso parisino, hasta que se le presentó la ocasión de volver a la capital, logrando un éxito que jamás lo abandonaría, hasta el punto de morir en el escenario.
El éxito de Toni es el del que sube peldaño a peldaño, en medio de la soledad y, a menudo de la incomprensión, el de quien, tras un duro y sistemático aprendizaje, consigue establecer en torno a él un campo magnético de intimidad, una atmósfera vibrante, una magia que hace que el tiempo se desvanezca y, en tanto esté él solo en escena, se produzca el milagro de la comunión con el público.
Mientras escribo estas humildes líneas, sé que Toni Campos, fiel a su inimitable estilo, estará representando en el Teatro Circo de Albacete, su flamante versión de la Odisea –ahí es nada–, pasando de los clásicos españoles –Cervantes y Quevedo– a  Homero, el ciego que ganó todas las batallas, convirtiéndose en pionero de la gran literatura. Como Virginia Woolf, habrá pasado una semana o dos durmiendo mal, o incluso en estado de vigilia, de pura ansiedad –uniéndose en este caso el miedo del actor al del dramaturgo–. Pero algo muy dentro de mí me dice que Toni, como el Rimbaud de Una temporada en el infierno, está como fruto en sazón.
Llegará un día no muy lejano que, como en el caso de Molière, se produzca su aterrizaje en la Meca del Teatro, y, para entonces, como el Sobrino de Rameau, será ese consumado actor, presa del veneno de su arte, y los que siempre creímos en él, aplaudiremos, gozosos de asistir al triunfo de la justicia y del tesón.
Sí. No me cabe la menor duda: ese Toni con quien me encontré en marzo era un elegido.