Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Iniesta

20/10/2024

Sé muy pocas cosas de Andrés Iniesta, excepción hecha de las que me ha ido refiriendo mi amigo Deogracias Carrión, con cuyo hijo Pablo llegó a jugar de alevín o de cadete, o de las que me refería el bueno de Antonio Beneyto, que Dios tenga en su seno, quien, no sé a cuento de qué dio en llamarlo «mi sobrino» en el barrio Gótico de Barcelona, orgulloso sin duda de que su Barça de toda la vida hubiera tenido que 'birlarle' un jugador de su tierra natal al Real Madrid para alcanzar su cenit.
La primera vez que oí hablar de este joven futbolista fue el día que vi que un primo suyo de Fuentealbilla, gran admirador de sus dotes, llevaba en su carpeta una espléndida foto dedicada en la que lucía la camiseta del Barcelona. Corría a la sazón el año 1998 ó 1999. Un niño de aspecto bondadoso y un tanto tímido a quien los expertos decían que iba a emular, o incluso a superar a Juanito (no el del Real Madrid, sino al del Albacete).
Por una vez el amor patrio no sólo dio en la diana, sino que se quedó corto. Porque había que ser Séneca o el profeta Isaías para ver en las estrellas la trayectoria profesional de aquel niño que jamás renunció a su familia, amigos y a su pueblo natal. Una trayectoria que lo llevó adonde ni los más optimistas podían imaginar.
Y es que, como muy pronto tuvimos ocasión de apreciar y admirar, bastaba verlo salir al terreno de juego para darse cuenta de que nos hallábamos ante un elegido; de tal modo que, en cuanto cogía la manija y se echaba el equipo a cuestas, se transfiguraba, de tal modo que su aparente sencillez y apocamiento se tornaban desparpajo y sapiencia futbolística que, con el discurrir de los años, devino en majestuosidad y dominio.
Tuvo la gran dicha de jugar al lado de Chavi y el argentino Messi –un trío en todo punto comparable a Kross, Modric y Cristiano Ronando–, lo que le permitió hacer las cosas a lo grande e iniciar una carrera fulminante desde el momento en que, representando a España, marcaba en el mítico Old Trafford el gol que significaba la victoria de España sobre la 'pérfida Albión', cerrando de ese modo una larguísima etapa de desdichas, infortunios y desgracias futbolísticas sin nombre, y que no eran sino la consecuencia lógica de nuestro complejo de inferioridad (que hacía que, por ejemplo, Cardeñosa, solo delante de la portería brasileira, echara el balón a las nubes). Ése fue para mí el gran mérito de Iniesta: su sangre fría y su arte con el balón en los pies; circunstancias que lo llevarían a alcanzar la cumbre ansiada por cualquier futbolista que se precie, y que no es otra que marcar un gol para la historia, como el que él marcó faltando cinco minutos para la conclusión del encuentro, el 11 de julio de 2010, en la final del Mundial de Johannesburgo. Una victoria que puso en pie a toda España y a los millones de aficionados del mundo entero; una alegría inenarrable. Él, Andrés Iniesta, e Iker Casillas llevaron aquella noche al fútbol español hasta la cumbre del Everest. 
Un futbolista para la historia y un hombre para la historia; un hombre que, por sus propias dotes, se ha hecho querer por tirios y troyanos, por su generosidad, deportividad y magia. Sin estridencias, sin alharacas, sin ruidos ni exabruptos, su fama, merecida como la de pocos, ha hecho que lo sigamos admirando, más si cabe cuando vimos la injusticia de que fue objeto por parte de su compañero Messi, acaparador de galardones y balones de oro, que difícilmente hubiera podido conseguir sin la ayuda de Iniesta y Chavi, y que tuvo la inverecundia de aceptar en 2010, cuando el de Fuentealbilla era el justo ganador, como incluso los grandes jerarcas del balompié lo han terminado por reconocer.
Por sus obras los conoceréis, dicen las Sagradas Escrituras. Iniesta fue (y es) el triunfo de la genialidad, íntimamente imbricada a la humildad. Una lección viva para los que censuramos a tanto inicuo ávido de oropeles y tanto amante del famoseo y fantasmeo, omnipresentes en el mundo actual.