Ante lo que dijo, en la CNN, un Vinicius al que se le insulta, llamándole mono, en cada uno de los campos de fútbol de España que pisa, podemos hacer dos cosas. La primera es ponernos de perfil; decir que el pelotero brasileño es un bocachancla, cosa que seguramente es cierto, y sentar sentencia diciendo, alto y claro, que nuestro país no es racista. Y la otra, es intentar ir al meollo de la cuestión, algo que siempre es menos cómodo y popular. Desde una posición de blanco, nacido en el territorio español, es muy fácil afirmar, con la boca colmada de razón, que el racismo es un problema inexistente por nuestros lares. Y si eres negro, aunque te dieran a luz aquí, la cosa cambia. Y si eres un magrebí que viene a Albacete a trabajar de temporero, malviviendo en una chabola en las afueras de la ciudad, el asunto toma un cariz absolutamente distinto. Si vives, por suerte, en una zona pudiente de la ciudad, tampoco notarás que a los de otras razas se les mira de forma diferente, siempre a peor. Si resides en barrios albaceteños, como podría ser en cualquiera otra ciudad, en las que conviven decenas de razas, no siempre en las mejores condiciones de convivencia y respeto, el racismo es algo con lo que se convive a diario y de forma casi natural. Y es en este preciso punto en el que saldrán voces discrepando al calor de una aseveración que es tan fetén como peligrosa: España no es más racista que Francia o Inglaterra. Posiblemente esto sea cierto, pero porque en nuestro país no hemos tenido hasta el momento una presencia de migrantes del enorme e insoportable volumen que ambos países antes referidos. Mal de muchos (racistas), consuelo de tontos (que dicen no serlo). Ahora que sabemos que la avalancha silenciosa ya se está produciendo y que poco a poco serán cientos de miles las almas que, sobre todo, desde África, van a ir llegando a nuestro país para intentar sobrevivir al hambre y la guerra, será el momento para comprobar si somos racistas o no. O si ante lo que nos mostramos molestos no es con el color de la piel de una persona cualquiera, sino con lo pobre que es. Pero cuidado, la precariedad no debería ser una señal de peligro para nadie, entendiéndose que se trata de una circunstancia que, para nada, debe de identificarse automáticamente con lo delictivo. Y es aquí donde campan a sus anchas, esos discursos irreales, por buenistas, basados más en postureos pseudoprogresistas que en lo que de verdad sucede. Está pasando.