La revista Icon se plantea la tremenda pregunta de si «cuñado» es un insulto clasista. Digo tremenda porque de contestar afirmativamente estamos a un paso de incurrir en delito de odio cada vez que manejemos la expresión con matices burlescos, apeándolo del simple tratamiento de parentesco. La suerte del cuñado corre pareja a la de suegra, otra definición ignominiosa que no afecta a sus complementarios de género: la cuñada y el suegro se libran del agravio. El problema con el cuñadismo es que es un parentesco recíproco, es decir, que los que tenemos cuñados somos a la vez cuñados, y urge delimitar cuál de los dos merece la reprobación, si ellos o nosotros, porque hay cuñados buenos y malos. Para ello basta un sencillo ejercicio de observación antropológica en cualquier reunión familiar, pues el cuñado malo, que es inofensivo en soledad, desarrolla sus habilidades en colectividad, es decir, cuando tiene público. Si usted, por ejemplo, en las cenas que se avecinan, es el que grita más alto, el primero en brindar, el que elabora los chistes o comentarios de actualidad más chuscos; el único que no contribuye a poner la mesa ni a quitarla; si usted da coba a su suegro, palmoteándole la espalda o se dirige a sus concuñados no por su nombre sino por ese mismo parentesco («qué callado te veo, cuñado»), si es el que se ofrece de ganimedes y conmina desde la cabecera de la mesa -pues ese es el sitio que se ha autoconcedido, aun estando en casa ajena- a que traigan más bebida; si en fin, es usted un gorrón de cuidado, no cabe duda de que la mala fama del término se debe a usted y a otros como usted.