Hoy escribo al aire en una terraza de la calle Tesifonte Gallego. La gente lleva la luz primaveral y como ese milagro silente de estar vivos. Las rogaciones de los campos en primavera, la pequeña frivolidad de no saber qué ponerse por la naturaleza de la estación, los saludos entrecortados, las ganas de vivir, las generaciones como en fotografía un poco movida: los viejos (ahora personas mayores, así nombradas en las leyes procesales (!)) y las parejas de edad mediada y siempre la revelación de los jóvenes, en grupo y de risas adivinables. Es fantástico. Acercarse a los poetas de un modo liviano y festivo -a la primavera besaba de Antonio Machado- y desterrar el cansancio y el aburrimiento. Interrumpen mi escritura un café mal hecho -y de seguido, casi en complicidad, una disculpa del camarero y la promesa pronta de una reposición: trae el café acompañado de un pico de bollo-. Otras interrupciones y saludos. La gente demuestra alegría y procura el contagio -el saludo ya no es un deber (en ocasiones lo es pesado) y sí una salutación plena -y verdadera- y conocidos se acercan a mi mesa a interesarse por la salud de mi madre o los próximos estudios universitarios de mi hija Laura -las generaciones en un plumazo liberal, como los escritos de don Tesifonte-. Pasa un tipo con un sombrero de cubo y ala ancha -y es la estampa (y alegoría) de los paseantes con abrigo y los chicos de manga corta-. El tiempo, la sufrida conversación de los viejos, también el recurso del azar (compartir ascensor o en la espera de la cola del mercado) es protagonista vital -ya no ha de conllevarse el frío o las lluvias o el calor que llegará como un mazazo de fuego y zarza- el tiempo -digo- es la alteridad del uno para con el otro. Quiero darle al artículo que escribo una pequeña compensación, algún que otro apunte gris, pero no puedo -lo cierto es que no quiero-. Se levanta un aire primaveral -casi pierde el sombrero el tipo que se ha parado a saludar- y voy agotando el segundo café. Las obligaciones de la mañana me parecen livianas. Las plantas se reponen y florecen en las rotondas, regresamos al vivir más pleno -como las aves migratorias remanecen- y despertamos de nuevo, como curados de un golpe, paseando la calle de don Tesifonte Gallego.