La RAE ha anunciado la incorporación de casi 4.000 novedades al diccionario electrónico, casi al mismo tiempo que fallecía uno de sus más ilustres miembros, Manuel Seco, autor de una gramática esencial y de un sobadísimo manual al que todos hemos recurrido cuando nos desazonaba una duda metódica, un ser o no ser de las construcciones lingüísticas. La duda que se nos plantea ahora, y que no podría resolver ni el eximio difunto, es cuántas de las palabras puestas de largo sobrevivirán a este provisional estrellato, si serán palabras de largo recorrido o abandonarán exhaustas el mausoleo de aquí a unos pocos años. Para algunas, como «geolocalizar», «bitcoin», «criptomoneda», «ciberacoso» o «nueva normalidad», la cosa pinta mal por ser muy dependientes de la tecnología volandera o de contextos sociológicos muy precisos; otras como, «transgénero» o «poliamor», que hoy triunfan como producto de jerga sexual, ajustarán su solidez o vulnerabilidad a lo cambiante de nuestros tiempos confusos. Si algo tienen en común esta partida de vocablos es su cualidad de malsonantes, en un sentido puramente estético. Las palabras portan conceptos pero son también productos formales que seducen por su eufonía. Andrés Trapiello distinguía entre palabras bonitas y feas, señalando entre las últimas algunas como «escroto» o «pescuezo». A las que yo añadiría el «ojiplático» recién incorporado. Por suerte no son todas construcciones forzadas o neologismos, sino que se cuela algún coloquialismo de creación netamente popular: «empanado», «rayado», o «chuche». La última, la más entrañable de todas, la desterrarán no los lexicógrafos sino los responsables de nuestra salud alimenticia.