Es posible que tengan razón quienes me aconsejan, imagino que con toda su buena voluntad, callar, y obrar como el amigo José Bono –otrora tan lenguaraz y estas últimas semanas, sin embargo, tan comedido–, y no meterme en berenjenales en vista del extremadamente mal cariz que están tomando las cosas. Tanto es así que me venía de perlas hacer la loa de ese excepcional narrador, Luis Mateo Díez, que acaba de ser galardonado con el 'Cervantes'. Pero la situación este jueves, 9 de noviembre, ha adquirido tal gravedad que sentiría vergüenza de ponerme de perfil.
Porque el problema de nuestro presidente de Gobierno provisional es que puede que, en su afán por granjearse la voluntad de Puigdemont –único modo de lograr su segunda investidura– haya incurrido en determinados extremos que hacen de su porvenir algo tenebroso por más pueda salirse con la suya y seguir gobernando. Enfrentarse al estamento judicial de la forma en que lo ha hecho linda entre lo sublime y lo ridículo, y lo sitúa al borde del desastre, por no dejar del bueno de Montesquieu ni los regüeldos. Que lo haya hecho por propia voluntad o movido por los 'bolaños' de turno, que piensan que con el boletín oficial no hay límites a las ambiciones del avispado político, poco importa, puesto que la responsabilidad es suya y nada más que suya.
Escuchar las bravatas del prófugo de Waterloo a lo largo del día –y lo que te rondaré, morena–, exultante con la 'barra libre' que, en nombre de su patrono, le ha otorgado ese peculiar 'número tres' del PSOE, llamado Santos Cerdán, no ha tenido desperdicio. Como un vulgar 'Ubu' de Jarry, Puigdemont lo quiere todo, y ya mismo, y como no se fía de Sánchez –¿cómo fiarse de Macbeth a esta altura de la película–, exige un mediador internacional que recibirá sus bonísimos emolumentos, tratando al Estado español como una puñetera república bananera, que es a lo que aspira a reducirla Sánchez por aquello de que la Moncloa bien vale un sofocón. Además, por dinero no iba a quedar. Su generosidad con Puigdemont, que hoy parecía a punto de pegar el reventón, como el río Mundo, ha llegado al punto de aceptar algo tan trascendental como que todo lo que recaude Cataluña se lo quede Cataluña, condenando irremisiblemente a la España pobre a más pobreza.
¡Que me aspen si esto es hacer política, y si tiene algo que ver con el viejo dogma socialista de que todos los ciudadanos son iguales! Y todo ello, en nombre de España, cuando el referéndum, en el que tenía que participar toda la ciudadanía en vista de la trascendental importancia del hecho, no ha ido más allá de los militantes socialistas, que. manu militari, han votado en masa, como en tiempos del Caudillo, a su jefe. El horror está servido. La situación empieza a adquirir tintes dramáticos y el estamento judicial está como una olla a presión viendo lo que se le viene encima; porque si en algo están de acuerdo estos nuevos compañeros de cama es que los culpables de la nefasta situación a la que se ha llegado son el PP, VOX y, naturalmente, los jueces.
Hay temor, en el instante en que escribo esta columna, hay cabreo, hay irritación de ver cómo una vez más hacemos el ridículo ante la Historia, y en el caso que concurre, no por siete monedas, sino por siete escaños envenenados, de individuos que odian hasta extremos inauditos el país al que, pese a todo, pertenecen, aunque por poco tiempo. El papel de villano es el más triste de la dramaturgia y aquí, y para pasmo de la ciudadanía, los hay que lo interpretan a la perfección como el Iago de Shakespeare, el Vellido Dolfos, Antonio Pérez o Judas (de cada doce, uno. No falla).