Existe un dicho según el cual quien sabe hacer algo, lo hace, y quien no, enseña. Tal vez por ello llevo algunos años impartiendo talleres de escritura. Es cierto que durante este tiempo no he dejado de escribir y publicar libros, pero tengo que reconocer que cuando mejor escritor me siento no es cuando ejerzo la escritura, sino cuando hablo de ella. En esos momentos todo son certezas, mientras que mientras escribo todo son dudas e inseguridades. Con el tiempo creo que he llegado a construir un personaje que, aunque basado en mi persona, tiene más de ficticio que de real. Este personaje lleva mi nombre y responde a mi descripción, pero se parece relativamente poco a mí. Su ocupación tiene más que ver con la del charlatán que con la de un auténtico escritor, y se caracteriza por engolar la voz y alzar las cejas cuando diserta sobre el «arte de escribir». Como aquí estamos en confianza, les confieso que la escritura no es un arte, sino un oficio, y como tal se puede aprender si uno le dedica el tiempo y el esfuerzo suficientes. En cierta ocasión, este personaje mío estaba dando una charla en Ossa de Montiel, donde mi buen amigo Paco Alfaro oficiaba como bibliotecario. Una señora del público me preguntó cuál era el secreto de los autores para que lo que escribimos suene bien, con cada palabra en su sitio y tal. «Me parece la cosa más difícil del mundo», añadió la señora. Mi yo escritor se dispuso a engolar la voz y alzar las cejas para hablar del «misterio de la creación», pero en ese instante mi yo real tomó el timón y respondió con una sinceridad que no se estila mucho entre los de mi gremio. «En esta zona se hace mucho encaje de bolillos, ¿verdad?», pregunté. Y cuando ella me contestó que así era, concluí: «¡Pues eso sí que es difícil!».