Ayer los tractores tomaron la ciudad, desfilaron como una manada de elefantes por calles que pocas o ninguna vez habían transitado con anterioridad.
Crecí en un pueblo en el que la mayoría de las familias por aquel entonces vivían de la agricultura o de la ganadería, dos de los pilares económicos del denominado sector primario. Puntualizo «por aquel entonces», porque, por desgracia, actualmente, muy pocas son las familias que pueden vivir del campo o del ganado, por una sencilla razón, no da para vivir.
No hemos sido capaces de cuidar a nuestros agricultores y ganaderos, de permitirles desarrollar una labor puramente vocacional y, si me apuráis, privilegiada al mismo tiempo que sacrificada. Ellos no fichan, no cobran las horas extras, no disfrutan de días moscosos, en cambio disfrutan del contacto directo con los campos cosechados, con el aire no viciado o las prisas insalubres de la ciudad.
Y, sí, si el campo se para, la ciudad no come, o al menos no come productos de primerísima calidad, como son los nuestros, los de aquí, los de esta bendita tierra tan fértil y rica. Vendrán de fuera productos de inferior calidad obligados a superar controles menos férreos que los disfrazan de compras más asequibles, cuando lo cierto es que el precio que estamos pagando por esta acción es infinitamente elevado. El campo se muere y nosotros no vemos más allá de nuestras narices.
Pero somos especialistas en esto, en infravalorar nuestra riqueza y tenerla desatendida, qué pena de sistema.
Ayer los tractores gritaron con sus motores una voz de auxilio y a mí se me partió el alma.