Hacía tiempo que no se dejaba oír la OMS, que tras una temporada de hibernación se manifiesta ahora con una nueva emergencia o alarma. Entre epidemia y epidemia suelen dejar un margen, yo creo que calculado, para darnos tiempo a reponernos de la anterior y hacer más efectiva la llegada de la siguiente. Encadenar amenazas muy seguidas depreciaría los efectos amedrentadores y quitaría credibilidad a una organización que ya la tiene muy tocada. Esta de ahora llevó la etiqueta provisional de «virus del mono» (luego mpox, luego ni se sabe), y a pesar del nombre ni viene de China -por su calendario- ni tiene relación con nuestra castiza bebida espirituosa. Su procedencia es africana y no hubiera trascendido -el destino de aquel continente nos importa más bien poco- de no haber llegado sus efectos a los países del primer mundo. Conforme al guión establecido, después del acojone llega el numerito de las vacunas. En la forma de designar enfermedades, atribuyéndoles un origen animal (hoy virus del mono, ayer gripes porcinas y aviares) se ve nuestra necesidad de descargarnos de responsabilidades y de reafirmar nuestra primacía, pues nunca que se sepa se ha hablado de «virus del hombre» cuando los transmisores hemos sido nosotros, como especie. Pero por nuestra familiaridad con los primates esta vez sí que deberíamos sentirnos corresponsables de la estragante viruela. Entre las posibles formas de transmisión o contagio se encuentra, dicen, el intercambio de fluidos corporales, lo que podría ser un atenuante, dado que con el auge de la inteligencia artificial y del feminismo más agreste ese tipo de contactos (vulgo fornicio) están irremisiblemente condenados a desaparecer.