De entre todas las felicitaciones navideñas hay una siempre de la que soy deudor. Todos los años pienso en dar el primer paso -la noticia es la de un hombre de altura-. Y me hago el propósito de ser yo -que no soy su igual- el que pueda hilar, por una cuestión de respeto, un anuncio vital, de tal modo que mi decir lleve algo de veneración y acatamiento -y así no desnaturalizar el mensaje que -ya está dicho- siempre llega-. Es una felicitación navideña sencilla, con motivo religioso y que llega en un sobre todavía más sencillo, con poderoso remite -paso el abrecartas cuidadosamente; guardaré la felicitación encartada-. La felicitación de la que hablo es de una escritura legible y recta. Y supone para mí un bálsamo. El hombre que durante todo un año he sido -quebradizo- empieza como a recomponerse gracias al alivio que me procura el hacer del hombre que admiro -se tomó su tiempo; me eligió de entre los suyos; escribió con cierto cuidado; supo darme noticias de un modo nada ceremonioso, como si cada palabra dicha fuera un convite de peso, y el peso atesorara también su alivio -de ahí el bálsamo-. Es una felicitación que viene de Madrid de la calle Nuncio. Todos los años -y el nuevo que se anuncia en unos días seguirá la regla- siento el deber de anticiparme. Quizá pueda parecer indolente o desconsiderado para con el hombre de altura -y hasta poner en riesgo una felicitación futura-. Y ese riesgo -el no dar el primer paso- no tiene sentido alguno, es algo incomprensible, pero conforme se acerca la Navidad, mi aquietamiento está provocando la proximidad del daño. Es posible que mi dejadez haga olvidar al hombre ático su empeño anual -empeña y pignora un mensaje milenario- y quizá en el instante en que decida escribir, pueda reparar y detenerse; meditar que su dedicación podría ya ser la última -no es suficiente el recibir con presteza mi contestación, jamás de trámite; lo es de un hombre quebradizo que sobrelleva como puede y trampea-. Pero año tras año, Navidad tras Navidad, la felicitación llega -ayer mismo llegó; y llegó en un momento de acedía como ungüento de otro tiempo- y tras ese conmoverse dulce y liberal, siempre hago el propósito: felicitaré yo el primero, cuidaré de no perder el acopio navideño de todos estos años, debidamente encartado en sobres sencillos, de mano del hombre espléndido, que escribe y remite desde la calle Nuncio de Madrid.