No nos hagamos trampas entre nosotros. No toda la responsabilidad es de los políticos. Tampoco tienen la exclusividad de la culpa. Basta con mirar lo que transita a nuestro alrededor a pie de calle para comprender mejor a quienes nos gobiernan. En las desgracias, todo es como más evidente, aunque sea la confirmación del día a día sin necesidad de asaltarnos una tragedia de dimensiones incalculables.
Hace tiempo que hemos perdido la perspectiva. En una sociedad teóricamente con sobredosis de información, somos incapaces de separar el grano de la paja, lo relevante de lo intrascendente. Conocemos dónde vive la actriz Elisa Mouliaá, su situación civil y cómo se llama incluso su hija de cuatro años. Si te descuidas, nos cuentan hasta la talla de sujetador. En cambio, se asume sin rechistar que los que conocían una conducta inmoral -y ya veremos si delictiva- lo encubrieran. Se dan por suficientes las explicaciones de toda una vicepresidenta que en cualquier otro país con filtros de limpieza democrática mínimamente exigentes estaría fuera del Gobierno.
Nos pasa casi lo mismo con Jéssica, la que fue novia de José Luis Ábalos. Nos ha interesado mucho dónde le pagaban el piso, el modelo de móvil que pedía como regalo y la cuantía de los abonos diarios como señorita de compañía. En cambio, nos hemos perdido entre Aldamas, Koldos y picoletos aprovechados, hasta admitir con resignación que nos estuvieron robando a manos llenas y en nuestras narices mientras tú y yo acatábamos las órdenes de encierro bajo amenaza de multa. Esto sin contar los que morían en soledad o sin el material adecuado porque el que suministró la trama, previa mordida millonaria, era inservible.
Ha llegado la DANA, ha sembrado de luto buena parte de España y nos ha descubierto las miserias más propias del ser humano, las mismas con las que convivimos sin detenernos a análisis profundos. La imagen de devastación es total, se escuchan llamadas en el silencio buscando a sus familiares -probablemente muertos- y los coches se apilan por cientos sin saber cuánta gente puede quedar dentro. Pero la culpa es de no sé qué periódico por no llevar el asunto en la portada de papel el día después de la riada; hay que poner la diana en los que paran de limpiar siquiera un segundo a hacer una foto; o hay que perseguir a los que no han donado lo suficiente, o, aun habiéndolo hecho, podían haberse rascado más el bolsillo, como el malvado Amancio Ortega.
¿Por qué no nos preocupamos sólo de los muertos y de sus familias para darles el consuelo que, aunque no reconforte, sirva para mitigar el dolor? ¿Por qué no centramos todos nuestros esfuerzos en tratar de ayudar a los que lo han perdido todo? Lo de señalar a la administración de enfrente -siempre que sea de otro color político- para tapar la desidia de la nuestra es tan improductivo como ruin. Claro que hay que analizar lo que ha pasado para que no se vuelva a repetir, siempre y cuando la naturaleza permita la anticipación suficiente. No es cuestión de politizar una catástrofe, sino acudir a la política para estar mejor preparados.
Nos podemos quedar con las alimañas que han sido detenidas por saquear los centros comerciales, pero es preferible hacerlo con los que se han volcado entregando lo que tienen a los que lo han perdido todo. Podemos quedarnos con la miseria política de los que prefirieron dar el asalto a toda prisa a RTVE para repartirse los puestos del ente mientras España se desangraba bajo el lodo y los escombros, pero es mejor destacar la unidad, aunque sea puntual y pasajera, que han demostrado algunos líderes de diferente signo. El resto es la ruindad moral más profunda por la que serán juzgados algún día.