El otro día decidí calcular cuánto dinero llevo gastado en Amazon desde que realicé mi primer pedido. Difícilmente podía imaginar yo entonces que lo que estaba haciendo no era una simple transacción comercial online, sino dando el primer paso hacia una nueva forma de vivir y de entender el consumo. Desde ese momento mi vida ha girado en torno a ese portador de la esperanza y del optimismo (a veces, también de la negra decepción) que es el repartidor de Amazon. En muchas ocasiones, mis rutinas cotidianas se han modificado con arreglo a los designios del servicio de reparto de Amazon que, como si de un Hermes tecnológico se tratara, comunica sus movimientos a través de actualizaciones en tu móvil. «Tu paquete se encuentra a cuatro paradas… Tu paquete se encuentra a tres paradas.» Y de ese modo uno puede seguir los caprichosos trayectos de la camioneta de reparto, que tienen muy poco que ver con la lógica del callejero urbano y son más bien el resultado de alguna perversión de las técnicas de ingeniería social concebida para mantenerte encerrado en casa consumido por la ansiedad. En cuanto al cálculo del capital invertido en complicarme la vida de esta manera, abandoné el empeño tan pronto como, desalentado, comprobé que lo mío no eran compras normales, sino una actividad patológica que tiene mucho que ver con la ludopatía o con algo todavía peor. El hecho de comprar en Amazon difiere esencialmente del acto cotidiano de comprar en las tiendas de tu barrio. No se trata de intercambiar dinero por bienes, sino por destellos de felicidad y de esperanza que duran casi el mismo tiempo que tardamos en abrir el paquete. La conclusión es que Amazon no es una empresa, sino una fe, una religión. Como tal, no es posible explicar su éxito en términos racionales, igual que sería imposible racionalizar el éxito de la Iglesia Católica o del Islam. Solo cabe la sumisión. Como mucho, la apostasía de pasarse a Ali Express.