Eloy M. Cebrián

Eloy M. Cebrián


Genuflexión

26/04/2024

El 22 de abril de 1616 moría Miguel de Cervantes en su modesta casa de la madrileña calle del León, esquina con Francos. Habían transcurrido apenas seis meses desde la publicación de la segunda parte de Don Quijote. Ambos libros le habían procurado un cierto renombre, algo de dinero y no pocos berrinches (ediciones piratas, broncas con su editor, una segunda parte apócrifa en la que se le afrentaba...). Él, en realidad, habría preferido triunfar como poeta y autor dramático, como su vecino Lope, pero tuvo que contentarse con que la posteridad lo proclamara el novelista más genial de todos los tiempos, y sin duda el inventor de la novela moderna. Lo enterraron el día 23 en el convento de las Trinitarias, donde cuatro siglos después unos señores con monos blancos y equipamiento de última generación trataron en vano de localizar e identificar sus huesos. El tiempo se los había tragado sin parar mientes en la talla del difunto. Un par de semanas después de Cervantes, en torno al 3 de mayo, entregaba el espíritu William Shakespeare en su caserón de Stratford-Upon-Avon. A diferencia de nuestro novelista, Shakespeare era un hombre acomodado gracias a su éxito como empresario y autor dramático en los teatros de Londres. La manía humana por las coincidencias los hizo morir a ambos en la misma fecha, pero es sabido que en Inglaterra se usaba todavía el calendario juliano, etc. Aun así, no deja de ser una enorme casualidad que los dos mayores genios de la literatura universal fuesen contemporáneos y murieran en fechas tan cercanas. En mi novela Madrid, 1616 quise que ambos entraran en contacto epistolar e intercambiaran libros y cumplidos. La trama constituye un modesto homenaje a dos genios universales a los que la fortuna trató de un modo muy distinto. A veces tengo la sensación de que todo nuestro trabajo como escritores se reduce a tratar de emular lo que ellos hicieron hace 400 años.