Se diagnosticó apresuradamente que este sería el año del franquismo: no se contaba con que ese protagonismo se le lo iba a repartir con los terraplanismos. Son dos supersticiones que entorpecen nuestra pretendida modernidad. Con el franquismo retrocedemos de golpe cincuenta años y con el terraplanismo nos reintegramos en la Edad Media. Un gran paso atrás para la humanidad. Entendería uno que detrás de estas maniobras regresivas estuviera la fementida ultraderecha pero, contra toda lógica, resulta que los grandes promotores de este camino de vuelta son quienes se reclaman de progresistas y demócratas. A los medios de comunicación que estos días dan cancha al ideario plano –cuyo portavoz no podía ser otro que un futbolista- no les impulsa la divulgación científica ni el debate ponderado sino la caza de perezosas audiencias, así como el interés del gobierno, lejos de inculcar conocimiento histórico, está destinado a colgarse medallas de otras guerras. En cualquier caso, los resultados son contrarios a los deseados, pues si la idea era hacernos abominar de esos carpetotovetonismos, lo que consiguen es atraer hacia ellos a una masa indocumentada, y no tan indocumentada, que solo necesita que le aleccionen contra algo para abrazarlo, con tal de llevar la contraria. Es la atracción del pecado y de lo prohibido, que cuanto más se tinta de peligrosidad, más suculento nos parece. Esa publicidad inversa –pintar al enemigo como un demonio- es la que hace que también se empiece a mirar a Trump con buenos ojos. Han alimentado un monstruo emergente, convencido de que en la linde del horizonte se abre el abismo, ideal para la práctica del puenting espacial, y de que con Franco vivíamos mejor.