Eloy M. Cebrián

Eloy M. Cebrián


Finales de agosto

23/08/2024

Otros años, a estas alturas del mes de agosto, empezaba a mentalizarme para la vuelta al cole. El regreso a las rutinas de la vida académica es traumático para todos. Lo es sin duda para los estudiantes, obligados a sustituir la suavidad estival por la aspereza de los madrugones y del horario escolar. Pero no lo es menos para los docentes, quienes además han de cargar con el peso de la responsabilidad, pues ¿qué profesor no desea que el paso de los alumnos por sus clases tenga utilidad y sentido? Son las fechas en que los profesores acusamos la presión de sacar el máximo partido del curso que se avecina, de poner remedio a los errores cometidos en años anteriores, incluso de reinventarnos para evitar caer en la rutina y el tedio, arrastrando de paso a nuestros alumnos. Con independencia de sus años de experiencia, lo normal es que el primer día lectivo cualquier profesor se sienta inquieto al ponerse delante de sus clases, una especie de pánico escénico que se renueva un curso tras otro, pues somos conscientes de que no va a ser posible complacer a todos esos chavales que nos miran con una mezcla de esperanza y de recelo. En cierto modo, no hay profesor que no comience el curso sabiendo que acabará por decepcionar a buena parte de sus alumnos. Luego, conforme transcurre el calendario lectivo, esa angustia se va amortiguando, como si las exigencias de la vida académica tuvieran efectos narcóticos en el estado de ánimo de los docentes. En las inmediaciones de la primera evaluación, ya resulta casi imposible distinguir el curso actual de los anteriores. Así hasta el final de curso. Y luego vuelta a empezar. En este primer año de mi jubilación, sin embargo, para mí no hay «vuelta al cole» que valga, lo que me alivia por un lado, pero por otro me sume en la melancolía, que es una de las formas más familiares de la tristeza.