Oímos hablar con frecuencia de «diálogo intergeneracional», un concepto que va mucho más allá de convencer al niño para que recoja su habitación o de impedir que la niña salga a la calle vestida de fulana. El término cobra su pleno sentido cuando pensamos, por ejemplo, en el sistema de pensiones, que solamente funciona mediante dosis enormes de diálogo. De otro modo, no es posible persuadir a los jóvenes en activo de que se maten a trabajar y a pagar impuestos para financiar las pensiones de los jubilados. Pero el diálogo no surge de la noche a la mañana. Si estudiamos las relaciones personales, es fácil comprobar que los temas trascendentales no pueden abordarse a lo bruto. Nadie se acerca a una chica con la que nunca ha hablado y le propone relaciones así por las buenas. Antes de dialogar sobre lo importante, es necesario lubricar el vínculo con cuestiones banales del tipo «¿estudias o trabajas?», «¿tienes perro?» o «¿vienes mucho por aquí?». Llevado a la esfera social, esto equivaldría a buscar temas intrascendentes que sirvan para acercar a personas de edades diversas y ponerlas a conversar. Podría servirnos el fútbol, pero no le gusta a todo el mundo. Por ello propongo usar como tema de conversación la serie Verano Azul, que se repone cada año por estas fechas desde 1981. Dicha insistencia no puede ser fruto de la casualidad o de la desidia de los programadores de RTVE. Sospecho que algún cerebro en la sombra llegó a la conclusión de que Verano Azul funciona como una especie de pegamento intergeneracional, y que las edificantes aventuras de la alegre pandilla, de Julia y de Chanquete, tienen el poder de trasladarnos a todos, jóvenes y no tan jóvenes, a una especie de limbo atemporal donde el diálogo es posible. Nada puede unirnos tanto como esa catarsis colectiva que es la muerte de Chanquete, por no mencionar la promesa siempre renovada de que lo veremos resucitar al verano siguiente.