Hay expresiones que vuelven. Durante la pandemia fue «toque de queda» y ahora es «cisma», que aparte de sus valores figurados, no se había oído en su sentido cabal como ahora, cuando unas clarisas de Belorado han decidido separarse de la iglesia oficial y acogerse a la tutela de un ex obispo excomulgado. El pretexto para esta escisión -Roma les ha negado licencia para vender un monasterio- tiene poco de espiritual, pero las clarisas han aprovechado el impulso para denunciar los males globales de su madre iglesia, ahora madrastra. No reconocen la autoridad de ningún papa posterior a Pio XII, con la excepción de Ratzinger, el más tradicionalista de todos. Denuncian lo que vino a partir del Concilio Vaticano II como un desbarajuste de latrocinio, herejía, distorsión de la doctrina originaria, modernidad y manga ancha. Yo estoy con las monjitas, que tienen más razón que unas santas. El inmovilismo que ellas salvaguardan desde su clausura, entre trufa y trufa, es el que ha movido la iglesia desde que se puso la primera piedra. Esa piedra inaugural es símbolo de una perduración que las sucesivas cúpulas rectoras han ido barrenando desde dentro, dando lugar a una institución demasiado apegada al mundo, en franca contradicción con la ley cristiana de orbitar fuera de él. No extraña que la bicha negra de loas cismáticas sea Francisco, último de una cadena que, al aclimatar la institución a los tiempos actuales, la ha hecho indistinguible de cualquier empresa secular. Solo hay una cosa que no me cuadra en esta edificante historia y es que las monjitas hayan recurrido a las redes sociales, sede de todas las herejías contemporáneas, para aventar su ideario.