El año pasado escribí una novela que hablaba sobre el miedo a la muerte. Tiende a creerse -no de manera equivocada- que los autores plasmamos nuestras inquietudes en nuestros escritos, por lo que no me sorprendió que, cada vez que acudía a una entrevista, me hicieran la misma pregunta: ¿por qué una chica tan joven, con toda la vida por delante, piensa tanto en que algún día se morirá?
Yo siempre respondía lo mismo: que cuando hablaba de la muerte no me aterraba el acto de morirme en sí, sino la inmensidad de cosas que dejaría por hacer. ¿Alguna vez te has parado a pensar, por ejemplo, en la cantidad de libros que se han escrito a lo largo de la historia? ¿En las miles, sino millones, de series, películas y canciones que se han producido? ¿En todos los lugares que hay por visitar? ¿Cómo no iba a tenerle respeto a la muerte si, el día que me muera morirán también cientos de posibilidades conmigo? ¿Si dejaré un enorme listado de cosas pendientes?
Últimamente me da mucho por pensar en que, con cada paso que doy en una dirección, me alejo de otros caminos que quizá también eran para mí. Es algo que me inquieta, lo confieso. Estoy en esa etapa de la vida en el que ansío serlo todo a la vez -a mis lectores más veteranos, les pregunto: ¿esta etapa acaba algún día?-. Quiero ser escritora, vivir en una gran ciudad y quejarme del tráfico por las mañanas, pero también retirarme a un pueblo pequeño en la montaña y esconderme allí hasta el fin de mis días. Quiero encontrar el amor, casarme y tener hijos y nietos con los que organizar comidas familiares los domingos, pero también llegar soltera a los 80 y, cuando me pregunten, decir que estoy «casada con la vida». Me gustaría vivir en el extranjero, pero jamás alejarme de los míos, y deseo tener un apartamento para mí sola, solo que también compartir piso con mis amigas. Quiero pasarme un mes recorriendo por mi cuenta las calles de Roma pero estar con mis padres cuando visite la ciudad por primera vez. Quiero aprender filosofía, entender de finanzas, aprender a tocar el piano y, qué sé yo, el trombón, controlar de geografía, ser una cocinera experta, especializarme en la jardinería, memorizar libros y poemas, dedicarme en cuerpo y alma a luchar por las causas que me mueven.
Cuando era niña, tenía la absurda idea de que tendría mi vida solucionada cuando me fuera a la universidad. Ahora pensarlo me hace gracia porque no creo que vaya a tenerla resuelta nunca; ni a los 25, ni a los 30, ni a los 50, ni a los 70. Siempre me quedarán cosas por experimentar. Libros por leer. Sueños por cumplir. Pero ¿acaso no es eso emocionante? ¿Qué sería de nosotros si, con la cantidad de años que vivimos, nos quedáramos enseguida sin nada que hacer? La existencia se volvería muy aburrida, seguro. Supongo que prefiero tener una lista de pendientes muy larga y esforzarme cada día por ir tachando puntos. Quiero seguir tomando decisiones importantes (o no), y dejar que me lleven a Roma, París o simplemente al salón de mi casa; continuar guardando en favoritos todas esas películas y series que siempre me prometo que veré, planificar viajes, conocer a gente nueva, y coleccionar cada vez más novelas en mis estanterías, aunque no esté segura de dónde voy a sacar el tiempo para leerlas todas. Así, poco a poco, iré encontrando mi camino, aunque eso implique renunciar a muchas otras versiones de mí. Y algún día me moriré y dejaré puntos pendientes, y platos por probar y canciones por escuchar, pero espero -ansío- que, en los momentos previos, sea capaz de echar la vista atrás y sentirme satisfecha. Espero tener la certeza entonces de que he aprovechado cada minuto que me ha otorgado la vida.
Siempre le tendré respeto a la muerte. Sin embargo, aunque suene raro, a veces pienso que a lo mejor no es tan malo que nuestros días sean finitos. Si no lo fueran, quizá correríamos el riesgo de olvidar lo importante que es cada uno. Los valoraríamos mucho menos. Y qué sería eso, sino la mayor tragedia de todos los tiempos.
#TalentosEmergentes