Es Navidad. Tienes cinco años. Bajas corriendo la escalera de casa y encuentras los regalos debajo del árbol. ¿Es un coche de carreras? ¿Un cuento infantil? ¿Un juego de mesa? Das saltitos de emoción y corres a enseñárselo a tus padres. Descubrís juntos que Papá Noel se ha comido todas las galletas. La noche anterior fue Nochebuena y fuisteis a cenar en casa de tus abuelos. Tus tíos montaron una mesa extra y trajeron sillas plegables porque erais demasiada gente. Se oyeron risas toda la noche, se cantaron villancicos y se contaron esas mismas anécdotas que se cuentan todos los años y nunca os cansáis de escuchar.
El tiempo pasa. Creces. La vida cambia, aunque tú no quieras.
Llega Navidad y sobran sillas.
Hacéis comida para menos. Ahora hay nuevas caras en la mesa y risas que ya no se oyen. Anécdotas que, cuando se cuentan, traen consigo un aura de tristeza. De puertas para fuera parece que la Navidad no ha cambiado. Las luces decoran las calles. Huele a castañas asadas en el centro del pueblo. Ponen las mismas películas navideñas en la televisión. Y tú intentas vivir las fiestas con la misma ilusión que antes, pero sientes que falta algo. Te preguntas si será cosa de la edad, si acaso conforme uno crece va emocionándose menos, o si es solo porque ya jamás será lo mismo. Porque da igual que hayas seguido paso por paso la receta del pastel de carne que siempre hacía tu abuela; no sabe igual. Nunca sabrá igual.
Lo peor de las últimas veces es que pasan desapercibidas. Una noche te quedaste dormido en el sofá y tu padre te cargó a la cama por última vez, y decidió que habías crecido mucho, que ya pesabas demasiado, y que a la siguiente te despertaría para llevarte andando. Un día cerraste la caja de tus juguetes y la colocaste en la estantería, pensando que ya te aburrían, que eras demasiado mayor para esas cosas, y fue ignorada durante meses hasta que alguien simplemente la quitó de en medio. Dejaste de preparar la leche y las galletas para Papá Noel. Pasaste a ser tú quien compraba los regalos de los reyes magos. La vida no es más que una sucesión de primeras y últimas veces. De puertas que se abren y se cierran y personas que conocemos y a las que decimos adiós. De momentos que dejamos atrás, sin saberlo. Aunque duela.
Yo maldigo la inconsciencia de mis últimas veces sobre todo en fechas destacadas como esta. Ojalá hubiera disfrutado más de aquellas cenas de Navidad. Las de ahora también son especiales, pero diferentes, y siempre tendrán ese punto nostálgico. Creo que las últimas veces deberían venir con un cartel gigante que nos pusiera en sobre aviso. Seguro que así las viviríamos de otra forma. Solo imagínatelo: estás a punto de ver a alguien a quien quieres y, minutos antes, recibes un mensaje que te advierte de que esta será la última vez que puedas hablar con esa persona. ¿No actuarías de manera diferente? ¿No aprovecharías la oportunidad de preguntarle todo lo que nunca le has preguntado? ¿No intentarías sonsacarle anécdotas, historias, recuerdos y fotografías? ¿No le dirías todas esas cosas buenas que siempre has pensado y, sin embargo, nunca has dicho? ¿No dejarías de pensar que dispones de todo el tiempo del mundo? Que da igual dejar las cosas para mañana. Que no importa que un «te quiero» se quede pendiente. Que siempre habrá otra ocasión de confesarlo.
Quienes me conocen saben que pienso -y escribo- a menudo sobre la vida, la muerte y lo efímera que es nuestra existencia. Intento que no me gane el pesimismo, aun así. Echo de menos a quienes se sentaban en las sillas que ahora están vacías, pero valoro y doy gracias por todas las que todavía siguen ocupadas. Mi propósito para 2025 es vivir ya no solo estas fiestas, sino cada día, como si estuviera presenciando una última vez. Porque quizá es así y yo no soy consciente. No quiero dejarme nada por decir. Ninguna risa por soltar. Ninguna experiencia que vivir. Ningún abrazo por dar.
Espero que hoy sea una última vez también.
Y que nunca volvamos a arrepentirnos de no haber hecho algo.
#TalentosEmergentes