Ningún logro más hermoso de la Humanidad que la Tolerancia y, junto a ella, la lucha contra la superstición y por la libertad de expresión. Son el trípode sobre el que se asienta la Democracia (con mayúsculas), término esencialmente equívoco hoy día, en que muchos gobernantes, embriagados de poder, tienden a llamar demócrata a quien piensa como él, y, a quien no, lo envía de un soberano puntapié al cajón de sastre de la fachosfera.
Si Voltaire, Rousseau y Montesquieu levantaran la cabeza de sus catafalcos, sin duda se aterrarían de oír la jerga de la que muchos demócratas de toda la vida se sirven para subvertir aquellas bellas tesis que, con sus aciertos y errores, sirvieron para llevar a cabo la Revolución francesa.
Los hay que se engolan hablando de democracia cuando, en el fondo, no pasan de ser mediocres autócratas y anhelantes dictadores. Personajes que cada mañana dictan el santo y seña, que sus acólitos y turiferarios repiten como corderillos de Panurgo, importándoles un bledo que hoy tilden de blanco lo que ayer era negro.
Estamos asistiendo en España a una ceremonia de la confusión como jamás pudimos imaginar los que nos tragamos enterito el programa de Franco, con la particularidad de que los 'franquistas' sabían perfectamente lo que eran y a lo que 'jugaban' y no necesitaban edulcorar el léxico, ideando toda una terminología inicua y abyecta como la consabida máquina del fango.
Uno tras otro nos venimos tragando sapos, cada vez mayores y cada vez más repugnantes. ¡Quién iba a imaginar que todo un presidente socialista del siglo XXI iba a renunciar, por conservar el poder, al primer dogma del socialismo de Pablo Iglesias, el impresor, según el cual todos somos iguales ante la ley, ciudadanos libres!
Lo hemos visto quitar y poner a su antojo, utilizar y servirse de personas, jueces, magistrados y periodistas, hasta el punto de empezar a inspirar miedo, y no sólo él, sino determinados ministros o superministros como Félix Bolaños, que no habla, sino agrede.
Y tenía que llegar, y llegó, el sueño de Ubú Rey, controlar, condenar y borrar del mapa a todo aquel que no comparte mi ideario, que me tira al degüello, que no me adula ni me da la razón sistemáticamente, aun cuando afirme taxativamente justo lo contrario que afirmaba hace un par de meses.
Gravísimo error el que va a incurrir Pedro Sánchez, que, como un opositor ventajista, acostumbra a quitarse de en medio de un plumazo a aquel que puede suponer un obstáculo a sus designios, y no duda en utilizar en su provecho toda la maquinaria del Estado, porque, como decía el Rey Sol, «L´État, c´est moi».
No se puede hacer más en menos tiempo; no se puede cambiar más en menos tiempo. Y si alguien lo duda, le aconsejo que mire con detenimiento la fotografía de aquel Pedro Sánchez que nos pidió el voto y lo compare con el que vimos en el Parlamento tras los días de reflexión; o, mejor, que coteje lo que prometía en su programa, y lo que en realidad ha hecho.
Cargarse la libertad de expresión con la excusa perversa del «déficit democrático de los medios de comunicación» (qué gran filólogo está perdiendo la lengua castellana con ese sutil y oculto miembro del aparato), me parece, insisto, un error histórico, por el que han de pagar todos aquellos que lo apoyan, como pagaron todos los que en la Asamblea Constituyente votaron la condena a muerte de Luis XVI.
Aparte de que difícilmente esa medida reaccionaria servirá a los fines que supone nuestro presidente. Una vez más veremos el efecto boomerang sobre las testas de sus señorías. No lo duden.