Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


El éxito en el arte y en la vida

17/03/2025

Sabemos con detalle que el punto flaco de Virginia Woolf fue el tremendo  interrogante que se abría ante los pies del artista (ya fuera pintor, escultor, músico, poeta, dramaturgo, novelista, etc.) cada vez que editaba una novela. El instante del parto de aquel que, como una hembra cualquiera, da a luz puede llegar a ser trágico; en especial cuando el creador de una obra se toma en serio su labor y espera el reconocimiento de sus coetáneos o de las sucesivas generaciones. 
Los ha habido afortunados: Petrarca, Miguel Ángel, Leonardo, Botticelli, Velázquez, Picasso, Mozart, Goya, Balzac, Lope de Vega, (tal era la grandeza y el poderío de su técnica, como es el caso del pendenciero Miguel Ángel Buonarroti, de quien se cuenta que, en plena juventud, en un concurso de escultura ganó el premio a la mejor obra y a la peor). Hubo escultores y pintores que realizaron tan sublimes obras, que sólo les faltaba respirar y vivir. Hubo narradores, como Maupassant, que se hizo célebre con su primer relato (Bola de Sebo) o Mark Twain (con su célebre rana cantarina del condado de Calaveras), o incluso Antonio Machado, con su hermoso poema «Infancia».  Hubo pintores marcados por la fatalidad, que apenas lograron vender media docena de lienzos durante toda su carrera (caso extremo de Van Gogh, y también, aunque no tanto, su antiguo amigo Gauguin). La casuística es inmensa, pero me encanta concluir con un poeta único, de una inteligencia excelsa y que se conformó con escribir tan sólo un poemario (pero ¡qué poemario, Dios!), del que arranca la poesía  moderna, y que, como muestra de rebeldía inquebrantable, tituló «Las Flores del Mal» (¿desde cuándo la poesía celebraba el mal, la vejez o la fealdad?) Y, sin embargo era así: véase, si no, ese grito de horror que brota de una calavera, en el célebre lienzo de Munch.
Ahora bien, salvo contadas ocasiones, el autor o autora de un libro, vive en medio de la terrible duda de si conectará con su lector, o quedará eternamente incomprendido. Se escribe para transmitir un mensaje, que a menudo permanece introducido en una botella arrastrada por las olas del mar, en espera de que una dichosa casualidad la ponga en las manos de un ser lleno de curiosidad. En ese aspecto, como en tantos otros, un libro es una conciencia latente - o una parte de ella- que anhela  conectarse con la que se halla frente a sí. Conciencias durmientes que yacen en estantes de una biblioteca, prestas a encarnarse o a nutrir a quienes, abatidos, aguardan el milagro de la primavera.
Tal era la tortura que aguardaba a la autora de Mrs. Dalloway,  y eso que tenía junto a si un marido, Leonard Woolf, experto narrador, que había renunciado al oficio de narrar, convencido de que su esposa era un genio literario, y en la creencia de que las obras que iba dado a luz, eran obras maestras.               
Éste es uno de los grandes misterios del arte, si no el mayor. Los hay que, como Shakespeare, se acomodan en el éxito de público y de crítica, porque han sido capaces de llegar al alma del espectador o del lector desde el primer dardo. 
Y es que, en ese aspecto, como en tantos otros, el artista es un jugador, y de la misma forma que le ocurre a este último, sólo gana aquél a quien no le importa perder, el que no tiene miedo, aquel que está convencido de esa bella e inescrutable frase de Jesús de Galilea, que anuncia «Si tuvierais fe, moveríais montañas». 
¿Cuál será, pues, la clave del éxito en el arte? ¿La magia, la originalidad, la fe, el convencimiento de que lo que uno hace  es singular e irrepetible? ¿Qué vale más, el elogio de un crítico, experto en cien mil locuras, o el de un plebeyo que sabe reconocer la belleza de la Virgen de las Angustias, y se conmueve hasta el llanto cantándole una saeta?
Como quiera que se mire, yo, por mi parte, considero que el éxito -en el arte y en la vida- es producto, o consecuencia, de un largo, metódico y reiterativo planteamiento, seguido de una larga espera. «Dos horas diarias, no hay nada que se le resista».