Tokio es un laberinto sin centro reconocible surcado por autopistas y líneas ferroviarias elevadas. Sus calles infinitas albergan a 17 millones de habitantes. Ante la estación de Shibuya hay un cruce de calles que puede rebasarse en cualquier dirección, incluso en diagonal, como un alfil sobre un tablero de ajedrez. En hora punta, más de 3.000 personas utilizan ese cruce cada dos minutos. La ciudad es tan monstruosa, tan desmesurada, que podría engullirte sin que quedara rastro de ti. Sin embargo, lo que parece un caos funciona conforme a una misteriosa maquinaria que te permite recorrerla con una extraña sensación de seguridad. Nada ni nadie se pierde en Tokio, como si se tratara de un gigantesco armario clasificador donde cada cosa y cada persona tienen su casilla asignada. Los trenes son puntuales, las líneas de metro funcionan de maravilla, el tráfico es denso, pero no caótico, los taxistas son corteses y no te engañan al cobrarte. Abundan los rascacielos, pero las calles y avenidas son anchas y soleadas, y no es difícil toparse con un parque cuyos árboles están podados en forma de bonsái, o con un pequeño lago. En cuanto a los habitantes, son personas reservadas, pero no dudan en prestarte su ayuda si se la solicitas. Y luego está el Tokio transgresor, el de las tribus urbanas, el de los jóvenes ataviados de forma estrafalaria y las chicas vestidas de criadas francesas que intentan arrastrar a los visitantes hasta sus locales. No son prostitutas, nos dicen, sino una nueva modalidad de geishas creadas por la cultura pop. En los cafés donde prestan sus servicios, a todos los hombres los llaman «amo» y todas las mujeres son «princesas». Algunos de mis compañeros de viaje visitan esos establecimientos, que se denominan maid cafes. Me proponen ir, pero me niego. Soy un señor jubilado y me moriría de vergüenza. Además, no le veo la gracia al asunto. Si al menos fueran strippers de las de toda la vida…