El historiador Neill Ferguson ha popularizado una teoría que identifica a Estados Unidos con la URSS en los años previos al hundimiento del bloque soviético. Los paralelismos, trufados de datos como la inversión en defensa, o la esperanza de vida, resultan escalofriantes. La tesis conduce al autor a deslizar que en la nueva Guerra Fría frente a China, Estados Unidos es el que tiene más papeletas de implosionar.
La imagen, que en los hechos sigue siendo todavía discutible, resulta más elocuente en representaciones como el debate entre Joe Biden y Donald Trump. Dos ancianos, cada uno con sus propios problemas, peleando por encumbrarse. Es una señal desmoralizante para un país que ha construido su identidad sobre el dinamismo y la acción. Lo es para los propios estadounidenses, pero sobre todo de cara al exterior.
Uno de los requisitos fundamentales para ser potencia hegemónica es que te perciban como tal. Una vez alcanzado ese estatus, ni siquiera se hace necesario demostrarlo. Es lo que ha ocurrido durante décadas, con excepciones más o menos excéntricas y aisladas como eran hasta hace poco Corea del Norte, Siria o Cuba.
Pero las cosas han cambiado mucho en muy poco tiempo. El hundimiento de la imagen de EEUU en el mundo vino poco después de uno de sus mejores momentos en la historia: la presidencia de Barack Obama. Esto no es algo que diga yo, sino que lo reflejan todos los sondeos de opinión, como los que publica el Pew Research Center.
Después del primer presidente afroamericano de la historia del país, llegó el primer presidente dispuesto a todo, incluso a tumbar la democracia, para no aceptar su derrota. Trump es muchas cosas más, pero esa es hasta ahora la más relevante de todas.
Cuando se fue, llegó un hombre muy mayor, que a menudo se muestra confuso en público, algo que no ha contribuido a remontar la sensación de que algo va rematadamente mal. Ahora, su disputa con Trump es difícil no verla como la expresión máxima de una sociedad estancada y decadente que ha perdido el empuje necesario para liderar.