Tengo dos citas para firmar el Día del Libro, que este año, como si alguien hubiera hecho trampas con el calendario, se ha multiplicado por cuatro. La primera, el domingo por la tarde. La segunda, el Día del Libro propiamente dicho, es decir, el martes, también por la tarde. Cuando uno no es un autor conocido, lo de firmar libros es más un acto de fe que una posibilidad real. He contado ya experiencias poco gratas en la Feria de Madrid, en las que me he sentido como el hombre invisible mientras observaba a las multitudes desfilar ante la caseta donde me habían estabulado sin que nadie se dignara detenerse. Esto, unido al hecho de que uno de los cocineros de MasterChef lo estaba petando en la caseta de al lado, hace que a uno se le quiten las ganas de repetir la experiencia. Sin embargo, allí estaré un año más, en el Altozano, expuesto ante mis improbables lectores, aunque parapetado tras una mesa y un montoncito de libros. Sonriente (cosa muy extraña en mí) y resignado, como si prefiriera estar en cualquier otro sitio. Y provisto del inevitable cartel que aclare mi condición de escritor publicado y dispuesto a firmar. Dispuesto, pero no ansioso, pues no hay nada que espante más al público que un escritor que te mira con cara de indigente: «Cómprenme un libro, por el amor de Dios, que son baratos, y peor es robar». Un papelón un tanto ridículo, qué duda cabe. Y aun así, insisto, allí me tendrán, quizás más movido por la vanidad que por la fe. Pues en el fondo, al cabo de tantos años de oficio, sí que me considero un poco escritor. Y un escritor sin lectores es como un bombero sin incendios o un camarero sin borrachos. Es un tipo triste que te mira con cara de perro apaleado mientras piensa en modos mucho más provechosos de pasar la tarde.