Usted, como hijo de una época dominada por la inteligencia artificial (IA), viaja en un vehículo sin conductor junto a dos amigos. Obedeciendo al GPS, el coche «acorta» por una zona que hoy está especialmente concurrida. Inesperadamente, un niño se suelta de sus padres. Morirá atropellado, si el coche no frena bruscamente. Pero si lo hace, la muerte amenazará a los ocupantes y a un ciclista de élite que circula por detrás. Si gira a la derecha atropellará a los padres del niño. Por la izquierda pasean dos ancianos.
Este tipo de ejemplos suena en los debates éticos sobre la inteligencia artificial. Los tertulianos suelen optar por una ética utilitarista. La IA escogerá la opción que minimice la pérdida de utilidad social. Basa sus decisiones en las tablas del valor monetario aprobadas por el Parlamento, atendiendo a variables tan objetivas como la edad, los años de formación académica o el palmarés de títulos de las personas implicadas.
¡No puedo callar mi decepción! No podemos identificar la ética con la utilidad ni con el voto mayoritario de un parlamento. Al contrario, son los principios éticos los que limitan a políticos, legisladores y personas de a pie. Para dotar de bases éticas a la IA, hay que asegurar la libertad y responsabilidad de todos y cada uno de los implicados. En el ejemplo de marras, el responsable último sería dueño del vehículo por haber aceptado la ruta más corta y por no haber recuperado el volante en la zona más peligrosa. La ética nos conmina a proteger todas y cada una de las vidas humanas. No admite la muerte deliberada de una vida, aunque sea para salvar a otra. ¡Frene en seco!
Concluyendo. La inteligencia artificial tiene un largo y prometedor camino por delante, quedará bloqueada si no respeta la libertad y responsabilidad de los individuos. La ética artificial no existe ni puede existir.