El descrédito del Premio Nobel de Literatura, como bien explico en mi Breve historia de los premios Nobel de Literatura (Nowtilus, 2022), no hace más que incrementarse día a día por culpa de los caprichos y antojos de determinados miembros de la Academia Sueca, cuyo snobismo y extravagancia les hace incurrir en dislates de bulto, movidos por afanes no siempre claros (como cuando, en el verano de 2014, alguien deslizó el nombre de Patrick Modiano un par de meses antes de su designación), y en su empeño de jugar al despiste.
El asunto viene de lejos, es especial en la primera etapa del mismo, donde escritores de la talla de Zola, Galdós, Ibsen y, en especial, el "malvado" y polémico Tolstói, quedaban relegados por nombres caídos en el olvido. Ahora bien, tras la Primera Guerra Mundial, asistimos a un tímido cambio de rumbo, con nombres de prestigio, como Bernard Shaw (1925), Sinclair Lewis (1930), Pirandello (1934), O´Neill (1936) y, en especial Thomas Mann (1929), que, lejos de beneficiarse, empezaron a dar lustre a un Premio caracterizado por su cuantía económica y su relumbrón.
Viene a continuación otro valle con nombres que más vale olvidar, hasta que, con el final de la Segunda Guerra Mundial, entramos en una etapa brillante que consagra definitivamente al Nobel (con autores célebres como Hermann Hesse (1946), Gide (1947), Eliot (1948), Faulkner (1949), Hemingway (1954), Juan Ramón Jiménez (1956), Camus (1957), Pasternak (1958), Steinbeck (1062), Seferis (1963) y que culmina con el ruidoso rechazo de Sartre (1964)); nombres que, de alguna manera, redimen las inexplicables ausencias de Joyce, Proust, Virginia Woolf, y la más explicable de Frank Kafka (de quien en junio celebramos el centenario de su muerte)).
Lo que vino después fue, en la medida de la universalización del Galardón, la política de una de cal y otra de arena, en la que, junto a aciertos indiscutibles –Beckett (1969) Neruda (1971), Böll (1972), Aleixandre (1977), García Márquez (1982), Soyinka (1986), Cela (1989), Paz (1990), Saramago (1998), Grass (1999), Coetzee (2003), Doris Lessing (2007), Vargas Llosa (2010), Peter Handke (2019)–, se producen "olvidos imperdonables", como la de los cuatro argentinos que, de por sí, constituyen todo un paisaje literario: Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Ernesto Sábato y Mujica Laínez. Nombres estelares a los que sería justo añadir otros, como el del español Juan Benet, o el mexicano Juan Rulfo o el italiano Umberto Eco.
Y es justo en ese contexto donde, el pasado miércoles, incluíamos otro, el del ilustre norteamericano Paul Auster (otro eterno candidato, como lo fuera Phillip Roth (fallecido en 2018) y, si Dios no lo remedia, le ocurrirá al japonés Murakami). El hecho de que el célebre autor de La invención de la soledad (1982), El libro de las ilusiones (2002), Leviatán (1992) o La trilogía de Nueva York (1985-1986), haya dejado este mundo sin saborear las delicias del Nobel, no merma un ápice su prestigio de novelista (sin olvidar al poeta, traductor, guionista, ensayista y profesor). Heredero de Kafka y Beckett, de Montaigne y de Cervantes; y habiendo bebido en las fuentes parisinas, donde, una década antes, habían servido de motivo de inspiración a la Generación perdida, a los del Nouveau Roman, por no hablar de los Surrealistas y Existencialistas, Paul Auster, considerado por la crítica como el más europeo de los novelistas norteamericanos, logró aunar las dos tradiciones, la europea, partiendo del gran Samuel Beckett y de los Robbe-Grillet, Butor y Claude Simon, y la norteamericana de Henry James, John Dos Passos, Scott Fitzgeral y, naturalmente, William Faulkner. Nada más que por ese motivo merece nuestro eterno reconocimiento. Descanse en paz el hombre, por fortuna nos queda su ingente obra para nuestro deleite y recuerdo.