Eloy M. Cebrián

Eloy M. Cebrián


Cenizas

12/07/2024

Hace unos días acudí al cementerio para depositar las cenizas de mi madre en el nicho donde descansan los restos de mi padre. Se trata de un asunto estrictamente personal que probablemente no interese al lector. Pero hay algo en esta despedida que trasciende lo privado para adentrarse en un terreno que todos habitamos. Y me refiero a esta sensación de orfandad integral que nos aflige cuando enterramos a nuestros dos progenitores. Mi madre, Ana Burgos, ha sobrevivido cinco años a mi padre. Su mente ha permanecido más o menos intacta hasta el final, pero hablar con ella no era fácil, pues tendía a refugiarse en el pasado. En sus conversaciones evocaba con frecuencia hechos de su infancia y su juventud, de sus primeros años junto a mi padre, cuando ambos se embarcaron en la aventura de los maestros rurales en la España de los 60, de la época en que mi hermano y yo éramos críos… Su capacidad de percibir el mundo estaba muy mermada por la edad y las enfermedades. A pesar del tópico, me atrevo a decir que en la muerte ha encontrado descanso. Lo que me resisto a creer es que su existencia, como la de mi padre, haya quedado abolida tras su fallecimiento, y que lo único que quede de ella sean esos restos contenidos en el nicho oscuro donde ambos han vuelto a reunirse. Queda la memoria de quienes la conocieron y la amaron. En mis recuerdos yo siempre soy un niño, y ella es una mujer joven que me admira por su capacidad infinita de reír y de contagiar su alegría a los demás. Yo no soy una persona cálida ni jovial, como ella lo fue. Pero quiero pensar que, junto con mi cara redonda y la tendencia a engordar, he heredado otras cosas de mi madre, muchas más de las que le reconocí cuando vivía. Sirva esta confesión como homenaje: tenías razón, madre, tu hijo Eloy es clavado a ti.

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