Si me paro a pensarlo, resulta que casi todos los libros que más me han deslumbrado los leí en la adolescencia y en la primera juventud. Reconozco que entonces leía más que ahora, entre otras cosas porque todavía no había contraído el vicio de escribir. Pero sigo pensando que las lecturas que más me han marcado son de aquella época, y que el resto de mi vida me la he pasado persiguiendo libros que me provocaran impresiones tan hondas como aquellos. No he vuelto a encontrarme con un Asimov, un Matheson, un Fredric Brown, un Bradbury o un Robert Silverberg. Tampoco cuento ya con dejarme seducir por un nuevo Borges, un Cortázar o un García Márquez, aunque reconozco que algunas de las novelas de Paul Auster me han hecho revivir algo de aquel entusiasmo juvenil por la letra impresa. Lo más parecido a una epifanía de madurez que he experimentado ha sido con Juan José Millás, a quien permanezco fiel, aunque muchas veces para sentirme algo defraudado. A finales del año anterior, sin embargo, descubrí a uno de estos autores que para mí habían permanecido en secreto, y con cuya lectura he notado que se agitaba ese lector interior que todavía está dispuesto a dejarse encandilar. Me refiero a Antonio Tocornal, una especie de lobo solitario afincado en Mallorca que ha renunciado a los servicios de las agencias literarias, motivo por el que de momento no ha sido fichado por los grandes grupos mediáticos ni ha ganado el Planeta. Y aun así es difícil encontrar una prosa mejor y un talento narrativo más brillante. Lo afirmo tras leer solamente dos de sus libros, la novela Malasanta y la prodigiosa colección de relatos Cadillac Ranch. Y no se me ocurre un modo mejor de comenzar el año que con un nuevo libro de Tocornal, en quien quizás he descubierto al escritor que quiero ser de mayor.