Escribo -ahora- desde el despacho particular de mi padre y a la vista de su biblioteca. Todos los sábados acompaño a mi madre -tiene 93 años- y aprovecho para repasar los estantes de la biblioteca, ahora un tanto desarbolada -aprovecho para llevarme a todo Galdós-; y hoy, escribiendo en el viejo Toshiba, he requisado la poesía en gallego completa de Álvaro Cunqueiro -en literatura todo es requisa-. Hay libros que no he querido tocar, como si de un atavismo familiar para con el padre se tratara: su Proust en tres tomos de Janés Editor y la biografía de Painter. Hay libros -desde luego- que se pegan a la piel de uno y le acompañan ya para siempre. En vida de mi padre -a pesar de sus deseos- jamás quise compartir sus libros. Estoy viendo ahora las obras completas de Thomas Mann, en una edición de 1967, de Plaza y Janés; está La montaña mágica muy anotada, a pluma, y en el interior hay cupón de la editora: «En caso de reclamación por encuadernación defectuosa, rogamos al cliente devuelva el ejemplar con esta etiqueta de control». Cada lector reclama a su modo: algunos terminan forzosamente el libro aburrido y malo; y en ese castigo impuesto hay una vocación de martirio -y todo martirio es reivindicación, precisamente de un envoltorio o encuadernación defectuosa-; y el mártir se alegrará del defecto, no devolverá el libro, y se preparará para su redención, quizá recordando al viejo Goethe que estudiaba persa, del que hablaba don Eugenio D'Ors en su mundo litúrgico y barroco. Hay muchos libros que mi padre compraba a Noé Garrido en la trastienda de su librería en la calle Mayor: la poesía completa de Pablo Neruda, publicada en Buenos Aires por Losada, y que la dictadura toleraba como acto propio de mucha liberalidad; y hasta la Historia de España de Pierre Vilar -cuando Garrido cerró su librería tuvo el detalle de llevarme unos libros; y me sentí muy honrado de que Noé me reconociera como auténtico lector-. Hace ya tiempo que requisé a todo Chesterton; pero en esa mudanza había mucho de receta medicinal: Chesterton es un buen remedio para la acedía. En la mesa de despacho está la canción de JRJ en una edición de 1935 supervisada por Zenobia -otra mártir-. Hay dos ejemplares de Madame Bovary -una edición del año 47 de Augusto Díaz Carvajal y la insuperable de Juan Bravo-. Aquí fundamos Barcarola en 1979. Justo Reino le puso el nombre leyendo en voz alta a Neruda.