Hace unos días me entrevistaban acerca de mi novela Hey Jude, publicada a principios de este verano. El libro gira en torno a la búsqueda de un hipotético disco perdido de los Beatles, una trama que no deja de ser una excusa para divulgar la obra de la banda entre las nuevas generaciones. Al preguntarme sobre la pervivencia del fenómeno fan, el periodista me pidió que estableciera una comparación entre los seguidores de los Beatles en los primeros 60 y los de Taylor Swift, la artista que más público joven arrastra hoy en día. Me vinieron varias ideas a la cabeza sobre la importancia y la trascendencia de ambos artistas y de sus legados musicales, pero lo cierto es que, al menos en lo que respecta a sus primeros años, la diferencia no es tan grande: canciones comerciales y pegadizas, fans enfebrecidos y (salvando la distancia entre una época y la otra) gran exposición mediática. Me dejé llevar entonces por mi vena escatológica y le dije al periodista que la diferencia entre sus respectivos seguidores podría cifrarse en el modo en que unos y otros resuelven el problema de la orina. Los espectáculos de Taylor Swift en su última gira duran más de tres horas, y eso sin contar el largo tiempo que los fans hacen cola para estar lo más cerca posible de su ídolo. Para evitar perderse ni un minuto del concierto, muchas asistentes se equipan con pañales para adultos. Durante los pocos años de sus giras en directo (entre 1962 y 1966, que corresponderían al fenómeno llamado «beatlemanía») los Beatles hacían actuaciones de apenas media hora como parte de un show en el que participaban otros cantantes y grupos. Sin embargo, la emoción era tan grande que las fans sufrían desmayos y se orinaban encima. Cuentan que en los conciertos de los Beatles apestaba fuertemente a meados. En los de Taylor Swift, el olor predominante es el de la colonia Nenuco.