El pasado miércoles se activaron todas las alarmas entre los hermanos Isbert. Tony no cogía el teléfono hacía días desde ese Santander al que se fue hace unos años para agotar en paz y en serenidad los últimos años de su intensa vida. El negro presagio se consumó. Tony apareció muerto en su casa con vistas a la Bahía de Santander. En el último verano, aprovechando una estancia en su Universidad, llamé a Tony. Esa tarde actuaba el actor José Luis Gómez con su Cantar del Mio Cid. En la puerta del teatro quedamos. Al fondo de la calle surgió Tony Isbert como un galán en escena. Tony no daba abrazos. Me estrechó la mano con una fuerza inusitada. Al acabar la magistral función, saludamos a José Luis Gómez, quien le soltó a Tony dijo: «eras el más guapo de todos y las enamorabas». Luego me llevé a Tony a cenar a un sitio de moda en Santander. La gente lo reconocía. Le pedían fotos. En un momento de la cena, degustando una cerveza tostada sin alcohol, pues Tony llevaba años sin beber, me dijo: «hoy me he sentido vivo. Aún se acuerdan de mí». Y es que Tony fue muy popular en el cine y en la televisión de los años 60 y 70. Lo tenía todo para triunfar. Pero a finales de los 70, como a tantos otros, el mal de aquel tiempo le jugó una mala pasada y, en gran medida, ahí se truncó su carrera exitosa. El Premio Nacional Isbert que creamos desde Amigos del Teatro Circo le dio vida y recobró un sitio que parecía haber perdido. Tenía ya sacados los billetes para la próxima Gala de premios. Aunque la parca negra avanzaba desde que se le descubrió un tumor, nunca perdió la sonrisa y esa bondad natural propia de un niño. Estos días de luto pensaba que en el fondo Tony era como ese personaje entrañable de Forrest Gump. Un personaje completamente decente, siempre fiel a su palabra. Sin prejuicio ni opinión en contra de nadie. Aquella noche de estío de Santander lo despedí en su casa: «vivo en un piso alto y veo toda la Bahía. Soy feliz». Deseo que, bajo el palio sonrosado de la luz crepuscular, Tony muriera mirando al mar.