Algunos buenos consejos adquieren con el paso del tiempo una gran fortaleza. Hablo de los buenos consejos que uno desatiende y que, al cabo de los años, te van pellizcando como en una traviesa frontera moral -la de quién aconsejó-. Recuerdo ir, por cuenta de mi padre, a la papelería de Roberto en la calle Ancha, con una pluma dorada Waterman por ver si Roberto podría reparar el plumín -yo lo había presionado como un bárbaro, molesto por la sequedad de la tinta-. Sin arreglo posible -y al haberle ocultado a mi padre el destrozo (¡Ay, las cosas que se ocultan a los padres, para evitar vaticinios de desdicha!)- pretendí enmendarme: compraría dos plumas (era un gasto elevado pero justo -o no tan justo-) y Roberto me aconsejó. Es preferible -me dijo- el cartucho al embolo. Y me llevaría -prosiguió- esta Pelikan; yo se la regalé a mi hijo hace muchos años, es una pluma extraordinaria. No seguí el consejo de Roberto -o quizá lo seguí de manera tramposa-. Me reservé una Montblanc Meisterstüc y le llevé a mi padre la pluma destrozada y la pelikan en su estuche a título de regalo -le oculté, ¡ay!, que elegí para mí una pluma mejor-. Me aficioné a coleccionar plumas de las casas Parker y Sheaffer -y es muy cierto que quién escribe a pluma ya no cambia o muda-. La pluma que yo elegí empezó a ser fastidiosa e incómoda -nada grave, pero esto es así con estas cosas- y la que regalé a mi padre (que era la que Roberto me había aconsejado) era una maravilla: mi padre la mostraba con orgullo -«chico, es la mejor pluma que he tenido, la que me regalaste»-. Tuve que vivir con esa inocente ocultación (o no tan inocente) y desde hace unos cuantos años -los que hace de la muerte de mi padre- aquella Pelikan es mi pluma de todos los días. Es una pluma de embolo, un poco más chica que las otras y de rosca. Se podría escribir -quizá otro día- de cómo un determinado modelo de pluma influye en la escritura profesional o liberal de uno. Esa Pelikan, en alguna rara ocasión, la alterno con una Montblanc Boheme que don Julio García Bueno, entonces decano del Colegio de Abogados, regaló a mi padre -y en esa escritura hay un anuncio de gratitud a la familia García Carbonell y a la de mi padre, cada vez más mía-. Roberto me aconsejó sabiamente -aún siento el pellizco-.