Como todo lo esencialmente humano, el lenguaje es propenso a teñirse de connotaciones. En castellano usamos la palabra «compañero» para hablar de quien comparte con nosotros tanto la vida («compañero» es una alternativa habitual para «novio» o «pareja») como el entorno laboral, con lo que se registra un trasvase afectivo entre las distintas acepciones del término. Nuestro idioma se toma tan en serio la condición de compañero que la palabra, etimológicamente, alude a quien comparte el pan con nosotros, lo que se nos figura el vínculo más íntimo y estrecho que pueda concebirse. Para los anglosajones, alguien que trabaja contigo o en el mismo espacio es simplemente un co-worker, término tan aséptico que resulta difícil de malinterpretar y está exento de polisemia emocional. Por estos pagos, sin embargo, cuando hablamos de un compañero parece que invoquemos un vínculo casi sagrado que comporta todo tipo de obligaciones y responsabilidades. El «compañerismo» en nuestra cultura es casi una virtud teologal, y nada estigmatiza tanto como ser considerado un «mal compañero». Pero con los compañeros ocurre lo mismo que con la familia: uno no puede elegirlos, y el contacto se vuelve tan estrecho y prolongado que acaba siendo una fuente de conflictos, sinsabores y hasta desdicha. Invocamos el compañerismo como si se tratara de una palabra mágica, cuando en realidad el concepto suele ocultar comportamientos egoístas, traiciones y mezquindades de todo tipo. Si echo la vista atrás, compruebo que algunos de los peores canallas con los que me he topado eran, además, compañeros. Y seguramente habrá quienes piensen en mí del mismo modo. La suerte es que, a diferencia de las relaciones familiares, la lacra del compañerismo tóxico la resuelve la jubilación, y la mía está a la vuelta de la esquina. En cuanto a los «compañeros y sin embargo amigos», alguno dejaré también atrás, aunque son escasos por lo paradójico, como un idiota espabilado o un borde de buen corazón.