Comprendo el escepticismo ante los dramas financieros por venir. La reiteración en los avisos sobre un cataclismo económico ha quitado credibilidad a sus voceros, lo cual es un sano ejercicio de humildad. No es descartable que estos agoreros sufran la maldición de Casandra, pero la constancia en defender un argumento no implica el acierto en el análisis que el tiempo obviamente apoyará. Decir que somos mortales es empíricamente acertado, pero vamos al médico para demorarlo en el tiempo; lo cual no hace más sabio al que afirma con rotundidad nuestra condición caduca.
Cuando es el barco el que se hunde todos colaboran, porque el naufragio no discrimina a los tripulantes. Occidente tiene varios problemas comunes: una deuda gigantesca, una implosión demográfica y una aversión al trabajo o apego al subsidio (como prefiera). Podríamos añadir algún ingrediente a la ensalada, pero ya con esto tenemos para entretener.
La brutal deuda soberana reduce el margen de los bancos centrales para actuar y al ser un problema sistémico es difícil saber quién será el primero en tirar la piedra. Dicho esto, preferiría ser hormiga a cigarra porque en algún punto se acaba la fiesta. Con respecto a la implosión demográfica no hay nada inteligente que se pueda decir. Son números y en algún momento histórico nos va a golpear y su impacto económico es seguro, ya que la historia ha vivido épocas semejantes. Nuestra peculiaridad es que nunca ha existido una pirámide poblacional invertida; vamos, que morían de todas las edades y condición en un tiempo muy corto. La capacidad de recuperación en esos escenarios era fácil, mientras que con esta demografía es una incógnita.
La aversión al trabajo es cíclica porque nos gusta estar ociosos. Otra cosa curiosa es que son escasos los individuos que son capaces de gestionarlo sanamente. Algunos dirán que requiere dinero, pero apuesto por el talento. Ya que en general, los que poseen recursos se cansan con frecuencia de aplicar su conocimiento a tan noble tarea. Es una maldición que acompaña al vago que acaba aburrido y después peor.
Cuando una sociedad abriga este concepto su declive es inexorable. No hay argumento contra el vividor, el vago, el maleante o el mentiroso defendiendo su plácido descanso; porque las energías que despliega son inauditas. Solo el tiempo, un lapsus temporal tan extenso, descubre la falacia de la idea. No descarto que la crisis no venga mañana, pero si somos todos cigarras el panorama es trágico.