Eloy M. Cebrián

Eloy M. Cebrián


El W.C. y el Imperio del Sol Naciente

21/06/2024

Aunque en un artículo reciente les hablé de mi fobia por los desplazamientos, hay viajes que difícilmente se pueden soslayar, como por ejemplo el viaje de fin de carrera, el de novios y el de jubilación. Si uno se obceca en dejar de observar estas peregrinaciones rituales, se arriesga a quedarse con la sensación de que el tránsito entre un momento y otro de la vida no se ha completado. Así, el viaje se convierte en una especie de umbral. El nuevo graduado, esposo o pensionista aspira a emprender la nueva etapa como alguien renovado, y una forma sencilla de lograrlo es irse muy lejos y, al regresar, sentirse una persona distinta a la que se fue. Así me siento yo desde que hace unos días regresé de Japón, donde me llevó mi viaje de jubilación. Los templos, los neones, la deliciosa comida, las disciplinadas muchedumbres, la cortesía, la espectacular naturaleza, las chicas insinuantes que recorren ese laberinto que es Tokio… todo ha colmado plenamente mis expectativas. Pero ya saben de mi gusto por lo escatológico, que esta vez se cifra en una convicción nueva: la mejor manera de apreciar o detestar un país extraño es a través de sus váteres. En mi caso, los retretes japoneses han supuesto todo un hallazgo para alguien que detesta hacer sus necesidades fuera de su casa. Porque no hay manera de usar uno de esos inodoros sin sentirse un auténtico rey. La tapa que se levanta sola y te calienta las posaderas, los sonidos de cascadas o trinos de pájaros, la poderosa descarga de la cisterna que barre cualquier traza de inmundicia, los chorritos de agua templada y aire caliente que aseguran tu higiene… En fin, un país que ha convertido un acto tan mundano como es cagar en semejante regalo para los sentidos sólo puede gozar de toda mi admiración. Me río yo de las geishas y la ceremonia del té.