Al final, Felipe González triunfó en su tierra, como no podía ser de otro modo, pese a verse relegado –para vergüenza de los más de mil compromisarios– al ostracismo de la "fachosfera", y pese a que ni una vez se oyó su nombre, por miedo a las posibles represalias. Consciente o inconscientemente, el todopoderoso Sánchez, renunciando a sus trajes ajustados, irrumpió en escena con la cazadora de ante marrón y la camisa violeta tirando a morado, a juego, que no pudo menos que recordarnos a aquel Felipe González de los inicios de la democracia, acostumbrado a ese tipo de prendas y, naturalmente a las chaquetas de pana. Le faltaba el cohibas. Y es que, puestos a romper…
Excelente fin de fiesta –por más que se reservara otro más íntimo y familiar hasta altas horas de la madrugada– de un Congreso (el 41º del PSOE), que, más que congreso stricto sensu, tuvo todos los aires de aquellos viejos actos de exaltación del JEFE, en los que el personal, sin ningún tipo de pudor, pugnaba por prodigarle abrazos, acompañados de la correspondientes caricia espaldar, y, sobre todo besos, besuqueo femenino (paritario, obviamente), acompañado de fotos inmortalizadoras del feliz evento, besamanos que alcanzó su punto álgido cuando la esposa de Sánchez irrumpía en la sala vestida de carmesí, como una estrella rutilante. Aquello fue Hollywood.
Todo un ceremonial de exaltación, de amistad, de amor y cariño hacia Sánchez, encantado de darse tan profuso baño de masas, en compañía de su incondicional Zapatero, con su perenne sonrisa taimada. Por un instante, todos olvidaron que se encontraban en Sevilla, y creyeron que estaban en la patria de los Oscars.
Vinieron los saludos de los indultados Chaves y Griñán, y redoblaron los aplausos y los vítores. Luego llegaron los primeros discursos, vacíos de doctrina, y repletos de topicazos, panegíricos, ataques furibundos a los fachas, accesos de victimismo, de irritación por ser los sempiternas víctimas de los bulos (hermoso comodín ideado por el "Rudolfo Paramio" de turno, que lo mismo sirve para un roto que un descosido) y, como era de temer, ni una gota de compasión, ni un ápice de arrepentimiento. Ellos, los eternos defensores de la democracia, los aspirantes a un nuevo milenario socialista, ¿qué iban a reprocharse?
Y apagué la tele, sin dar crédito a mis ojos ni a mis oídos. Nadie se acordaba de los 225 muertos de Valencia, de los cuarenta y tantos pueblos devastados, de sus gentes desesperadas. Nadie se acordaba de Felipe González. Nadie se acordaba de Ábalos, ni de Lobato. Nadie. Tal era el secreto de su modernidad. Se sacrifica al que estorbe y, además, se le exige silencio, el silencio del camposanto, en espera de alguna sinecura para cuando amaine el temporal.
Y, por mayoría aplastante, incienso al líder y a su reina, novecientas gargantas encantadas de haberse conocido, de disfrutar de su cargo o de la esperanza de conseguirlo en breve, aclamando y jadeando hasta quedarse afónicas. Y, en el escenario, centro de miradas, Pedro Sánchez, como el nuevo Rey Sol en Versalles, irradiando gozo por los cuatro costados (qué diferencia su rostro con el que le vimos en Paiporta. Y es que, como dijo José Bono: "A nadie le amarga un dulce".)
Y el pueblo aguantando; y la gente en el limbo, como los ciudadanos romanos extasiados ante el oropel de sus emperadores. Y sin que nadie se pregunte, seria y cabalmente, a cuánto asciende el costo de tanta paridad, de tantos cientos de cargos –presidentes y presidentas, secretarios y secretarias, vicesecretarios/as, sscretarios/as, consejeros/as, asesores/as, enchufados/as, indultados/as, amnistiados/as (y lo peor es que, como por ensalmo, las termitas siguen proliferando).
¿Hasta cuándo las cazadoras van a servir de muleta para tapar las vergüenzas, las mentiras, y para torear al pueblo?