La solidaridad suele verse como una de las manifestaciones más genuinas de la ética, la que más ennoblece a los políticos. La palabra aparece en todos y cada uno de sus programas. La definen como la ayuda del Estado a los ciudadanos, grupos o territorios más pobres o desfavorecidos. ¿Habrá alguien que se atreva a criticar una medida basada en el principio de solidaridad?
Lamentablemente, hasta los principios más nobles acaban siendo adulterados cuando saltan al campo de la política. Lo acabamos de ver con la última DANA. La solidaridad con los damnificados se ha mencionado para restregar la cara del adversario político que siempre llega tarde y mal.
¿Y qué decir de la solidaridad con los jubilados, parados y pobres? A nadie se le oculta que un partido político triunfará en las próximas elecciones si consigue atraer el grueso de los más de 10 millones de jubilados, los 2,5 millones de parados y otras personas en riesgo de pobreza. Ese partido se perpetuará en el poder si convence a esos colectivos que solo él les permitirá vivir de subvenciones por los siglos de los siglos.  El colmo del cinismo es que la solidaridad de los políticos se paga con dinero ajeno. A nadie se le ocurrirá recortar los cargos políticos o su remuneración. La pagarán los ricos y punto. Ignoran los «solidaristas» que los ricos tienen patas y emigrarán a países con una carga fiscal más llevadera. La fiesta de la solidaridad la acaban pagando los empresarios autónomos y los trabajadores que no tienen posibilidades reales ni de trasladar los gravámenes ni de emigrar.
La solidaridad como principio social implica una serie de virtudes personales que debiera implicar a empresarios, familias y políticos. Una cosa es predicar, otra dar trigo y otra sacar el trigo del propio granero.