El cambio de hora sigue siendo un ritual enojoso en tanto los gobiernos no se decidan a dejar el tiempo como estaba. Más allá de los debates sobre beneficios o perjuicios sobre la salud y el ahorro de energía, el gran debate se promueve dentro del ámbito familiar, en términos de sumar o restar horas, porque un cambio de horas también comporta un intercambio de posturas, las de los que afirman que a las cinco serían las cuatro, y los que defienden que serían las seis, discusiones que suele zanjar un cuñado siempre avezado en cuestiones cronométricas. A los que somos más de letras que de números aún nos desorienta la diferencia entre un adelanto y un atraso, posiblemente porque los retrasados somos nosotros. Si además no nos hemos digitalizado del todo la perplejidad es doble: mientras móviles y ordenadores cambian automáticamente la hora, nuestros relojes de pared o de muñeca requieren de nuestra intervención, con lo que si no hemos sido previsores retendrán la hora antigua, padeciendo entonces la angustia metafísica de habitar en dos realidades paralelas. No es consuelo saber que la hora perdida en uno de los cambalaches semestrales se recupera en el siguiente. Somos maniáticos del orden natural de las cosas y nada más natural que el fluir del tiempo, que ni vuelve ni tropieza, pese a estos caprichos de ponerle zancadillas. Bastante tenemos con el cambio de tiempo meteorológico para que encima nos alteren el tiempo de nuestras vidas. Escribo a las seis de la mañana e ignoro si al cambio son las cinco o las siete. Si he perdido o aprovechado el tiempo, me gusta saber que lo he hecho por decisión propia.